jueves, 26 de febrero de 2009

TESTIMONIOS: Victor Seidler: Identidades, familias y poder

Fuente: L A V E N T A N A , N Ú M . 2 2 / 2 0 0 5
http://publicaciones.cucsh.udg.mx/pperiod/laventan/ventana22/91-109.pdf

* La traducción es manifiestamente mejorable pero el texto tiene espacial interés

¿Acaso los jóvenes piensan en ellos mismos como “adolescentes” o
es un nombre que otros les han asignado? ¿De dónde surge este
término? Y, ¿tiene las repercusiones de una etapa fija con las mismas
características de crecimiento físico y emocional y que marca la
transición entre la infancia y la edad adulta? ¿Acaso esto la hace una
etapa de transición, una fase liminal en la que de alguna forma los
jóvenes se encuentran atrapados en su camino hacia la vida adulta?
¿Es esto lo que le permite fácilmente a los adultos decirles a los
jóvenes que por lo que atraviesan es “sólo una fase” y que pasará
antes de que se den por enterados? Esto nos indica que puede tra-
tarse de un periodo que puede ser complicado y lleno de dudas,
especialmente para los adultos, quienes pueden encontrar muy di-
fícil relacionarlo con sus hijos “adolescentes”. Los adultos creen con
frecuencia que la gente joven está “fuera de control” y sienten que
han perdido el contacto con la persona que ellos conocían, quien
podría haberse vuelto asertiva, exigente y que no se comunica.
En la Gran Bretaña, hay una comedia en particular escrita por
Harry Enfield, que ha llegado a simbolizar esta fase de la vida a
través de los personajes Kevin y su compañero Perry. Ellos existen
en un espacio propio completamente ajenos a las responsabilidades
y expectativas de la edad adulta.

Los primeros años de la adolescencia pueden ser difíciles de
superar, ya que los jóvenes atraviesan por cambios físicos y emocio-
nales. Llega el momento en el que ya no se experimentan en sí
mismos en relación con sus padres, sino como “individuos” en su
propio derecho. Ya no son el hijo o la hija que se sienten felices al
definirse a sí mismos en relación con la familia. Se resienten al ser
tratados como niños, porque como adolescentes saben que ya no son
niños. Quieren que se les den responsabilidades, pero, al mismo
tiempo, pueden estar tan absortos en sus propios procesos interiores,
que se retirarán del mundo social y de la familia contra el cual están
aprendiendo a definirse. Quieren saber “quiénes son”, lo cual puede
significar el rechazo a la forma en la que los demás los definen dentro
de la familia y un periodo de intensa experimentación por medio del
cual ellos exploran lo que necesitan y quieren para sí mismos. A
cierto nivel saben que no son adultos y que en realidad no quieren
formar parte del mundo adulto. Más bien están interesados en de-
finir sus propios valores y creencias por sí mismos.

Éste puede ser un periodo de emociones y deseos intensos, debi-
do tanto a los cambios hormonales como de sus cuerpos. A veces
puede ser difícil vivir con estos altibajos de humor. Aún puedo re-
cordar la emoción tan intensa que sentía cuando tenía alguna rela-
ción y lo aplastante que era cuando esta relación terminaba. Creía
que el mundo se había acabado y que nunca me volvería a enamo-
rar. Probablemente tenía catorce años en ese tiempo, pero el futuro
no contaba, ya que yo vivía inmerso en las intensidades del presen-
te. Los apegos y las relaciones emocionales eran absorbentes, ya
que rara vez las compartía con mis padres que vivían en un mundo
diferente. Nunca pensé que fuera posible compartir mis emociones
con ellos y más tarde me escandalicé al descubrir que algunos pa-
dres de hecho hablaban con sus hijos. Mis padres que habían llega-
do a la Gran Bretaña como refugiados, huyendo de la Europa
controlada por los nazis, habían crecido en un mundo muy diferen-
te al mío. Aunque mi madre podía ser comprensiva y estaba abierta
a que vinieran amigos a visitarnos, no me imaginé que podía com-
partir con ellos lo que me estaba pasando.

Fue a través de la familia que encontré un orden de género muy
particular, ya que mi madre trabajaba e insistía en conservar el
poder dentro de la familia, aunque difería de una manera ritual
con la forma de pensar de mi padrastro, y esto tenía una compleji-
dad muy particular. Mi madre había experimentado pérdidas con-
siderables en su vida y tras la muerte de mi padre ella no quería
arriesgarse de nuevo. Estaba preocupada por darles a sus hijos un
padre, debido a que en la década de los cincuenta había un fuerte
estigma hacia los niños que crecían sin padre. Pero ella quería ha-
cer esto de una manera en que no tuviera que ceder su propio
poder. Más bien se preocupaba por proteger a sus hijos y algunas de
las riñas que experimentamos sucedieron cuando sentía, alguna
vez de manera irracional, que los intereses de sus hijos estaban
siendo atacados de alguna forma. Pelearía como una fiera para de-
fendernos y su ira podría estar fuera de control con frecuencia.
Como niños, a menudo estábamos aterrorizados al presenciar estas
horribles escenas de ira. Todo lo que queríamos era que dejaran de
pelear y sentíamos la terrible injusticia de las humillaciones de su
marido. Ella echaría mano de cualquier poder que tuviera y fre-
cuentemente en total desproporción con la situación, mas cuando
queríamos intervenir bañados en lágrimas, nos decía: “no es de su
incumbencia”.

Desde entonces supimos cuán destructivas pueden ser las emo-
ciones cuando están fuera de control; creo que de adolescentes
éramos más controlados con nuestras emociones. Sé que con la
complejidad de las relaciones en el seno familiar, aprendí a distin-
guir las diferentes corrientes de la vida emocional.

De alguna manera, me era más fácil interpretar lo que les esta-
ba pasando a mis amigos emocionalmente, que decir de una forma
más directa lo que me estaba pasando emocionalmente. Al reflexio-
nar en el pasado, había en mis relaciones de tipo emocional una
profundidad e intensidad tal, que también me daban un mundo
diferente al que podía escapar. Éste era el mundo en el que yo
quería vivir, mientras que en diferentes formas me sentía ausente
en mi familia. Desde que mi mamá se casó y Leo se fue a vivir con
nosotros, sentí que me colocaba en una posición al margen de la
familia. En verdad, no sentía que podía pertenecer a este nuevo
arreglo ni tampoco compartir la necesidad de tener un nuevo padre
que mi hermano mayor sentía. Respondíamos a la nueva situación
familiar de diferentes maneras, y esto nos muestra una complejidad
que establece diferentes condiciones para nuestra experiencia como
muchachos adolescentes. Aunque pertenecíamos a la misma fami-
lia, teníamos necesidades y aspiraciones diferentes.

Mientras nos movíamos entre la familia y la escuela, le dábamos
forma a nuestras identidades de diferente manera. Yo era más so-
ciable, por lo menos en la superficie, y también me iba mejor aca-
démicamente en la escuela. Pero para Johnny, mi hermano mayor,
parecía que las cosas estaban en contra. Cuando fuimos a escuelas
diferentes, tuvimos que lidiar con realidades diferentes. Yo acepta-
ba las disciplinas de la escuela y usaba mi intelecto como una for-
ma de establecer una identidad en la escuela. Ya que existía una
inquietud hacia el judaísmo, en el sentido de que si se comprome-
tían las identidades de los hombres, había una presión para probar
que éramos “lo suficientemente hombres” al observar a otros mu-
chachos e imitando lo que se esperaba que se imitara. En la escuela
había un equilibrio incómodo entre los deportes masculinos, que
afirmaban de una manera más fácil, y la precaria masculinidad de
los que rendían bien académicamente. Algunos muchachos po-
dían probarse a sí mismos en ambas esferas y con frecuencia se les
otorgaron prioridades. Sin embargo, no había una masculinidad
dominante en particular o una “hegemonía”, ya que se encontra-
ban separados por relaciones de clase, “raza” y grupo étnico al que
pertenecían. Algunos eran más estigmatizados que otros.
Si bien había espacios diferentes en los que se podía afirmar la
masculinidad, también había una tensión entre la experiencia in-
terior como joven y las masculinidades a través de las cuales sen-
tíamos que teníamos que probárnoslo a nosotros mismos. En la dé-
cada de los cincuenta, con las imágenes de Charles Atlas en los
periódicos, había un sentido de que los “verdaderos hombres” no
tenían un cuerpo “raquítico” ni había lloriqueos que pudieran
mostrar su vulnerabilidad y sus emociones a los demás. Como mu-
chachos hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance para mejorar
nuestros cuerpos; mientras que leíamos acerca de masculinidades
heroicas en las historietas de moda, de aventuras, como “los famo-
sos cinco”, la que tenía y trataba de extender la promesa de pro-
veer formas de masculinidades imaginarias. Éstas eran fantasías con
las que nos podíamos identificar, aun cuando tuvieran muy poca
relación con las realidades de la vida diaria. De alguna manera,
estas fantasías establecieron estándares con los que nosotros mis-
mos nos juzgábamos y nos encontramos deseosos de ser como ellos.
Si no hubiéramos querido “ser como” los personajes que leíamos,
ellos establecieron los estándares que no fueron seriamente cues-
tionados hasta la llegada del feminismo.

Familias

La idealización del núcleo familiar, con el padre trabajando y la
mamá dedicada al cuidado del hogar y de los hijos, todavía tenía
un poderoso estatus mítico en los años cincuenta. Si tu familia no
encajaba con esta imagen, como nuestra familia sin padre, enton-
ces aprendías a “guardar silencio” sobre este asunto en particular.
Algunas veces fingías que había un padre en casa. Querías que tu
familia fuera normal y había un fuerte discurso acerca de la norma-
lidad, que estuvo mucho tiempo en boga hasta que en los años
sesenta se le empezó a cuestionar. Si tu familia no era “normal”,
querías que lo fuera y de forma inconsciente podías culpar a tus
padres por ello. El divorcio y la separación que se volvieron tan
comunes en 1980 y 1990 en muchos continentes, todavía era estig-
matizado cuando yo crecí en el noroeste de Londres en los años
cincuenta. Era muy difícil para las mujeres educar a sus hijos ellas
solas. A veces, las parejas las veían como amenazas y por este moti-
vo no las invitaban a las reuniones sociales. Con frecuencia se veían
forzadas a vivir en relativo aislamiento. En diferentes comunidades
étnicas, la pareja tenía que continuar unida, y si no encajaba con
el patrón de relaciones previamente establecido, podías sentirte
excluido.

Sin embargo, ha habido una transformación radical en el signi-
ficado de “la familia” en donde la normalización de una particular
forma de relaciones familiares se ha cuestionado ampliamente a
través de diferentes culturas. En parte, esto está relacionado con el
incremento del divorcio y la separación, pero se tiene que enten-
der también en el contexto de que las personas piensan diferente
acerca de los asuntos de género, sexualidad y poder. Esto está rela-
cionado con el cuestionamiento del movimiento de las mujeres de
los años setenta y de las formas en que se le vinculó a patrones de
cambio más extensos dentro del mercado laboral. Las mujeres jóve-
nes ya no estaban dispuestas a someterse a los hombres y no acepta-
ron que tenían una responsabilidad biológica determinada para el
cuidado de los niños y el trabajo doméstico. Al aprender sobre el
cuestionamiento del feminismo, aun sin identificarse con los movi-
mientos mismos, sentían que si trabajaban y aportaban dinero den-
tro del seno familiar, tenían que compartir la responsabilidad para
el cuidado de los niños y del trabajo doméstico. Pero para ellas
estaba claro también que si sus compañeros no estaban preparados
para entrar a una forma diferente y equitativa de contrato de gé-
nero, entonces ellas estaban listas para abandonar la relación y
vivir solas.

Las mujeres habían aprendido que la relación tenía que funcio-
nar para ellas o, de no ser así, no permanecerían en ella. Ya no acep-
taban que tenían que continuar una relación con tal de que
pudieran decir que tenían una. Reconocieron que tenían deseos
sexuales y necesidades emocionales propios y si sus parejas no los
conocían, ya no podían ver una razón para quedarse. En lo que
concierne a los hijos, las decisiones eran más complejas, pero las
personas ya no sentían que tenían que permanecer unidas para
siempre por el bien de los niños. Si ya no había amor en la relación
y si había enojo y hostilidad constante, entonces podría ser mejor
separarse. Ésta no es una decisión fácil de tomar, pero también es-
taban conscientes de cómo sufrían los hijos en donde no hay amor
ni comunicación.

Al entrevistar a hombres jóvenes que crecieron en los años cin-
cuenta en la Gran Bretaña, queda claro que sentían con frecuen-
cia que su futuro estaba trazado para ellos. Si tenían más sentido
de sí mismos como adolescentes del que tuvieron sus padres, por
haber tenido más dinero propio para gastar y más tiempo para sí
mismos, tenían la idea de que se casarían si eran heterosexuales y
poco después podrían tener hijos. Como las identidades masculinas
estaban ligadas a un trabajo asalariado, el llevar a casa el primer
pago se marcaba como signo de hombría en las familias dentro de la
clase trabajadora; también estaba relacionado con ser padre. Como
padre un hombre dejaba afirmada su masculinidad. A menudo, esto
venía después de un periodo del servicio militar nacional o con el
ejército que era otra forma en la que los jóvenes afirmaban su iden-
tidad masculina. Esto les producía un nivel de seguridad en rela-
ción con la identidad masculina que una generación que creció
después de una guerra no iba a experimentar de la misma manera.
Al nunca haber luchado por su país podían sentir que todavía te-
nían que probar su identidad masculina que nunca había sido pro-
bada de manera apropiada por medio de la guerra.

Así que cuando pensamos en los jóvenes, estamos pensando acer-
ca de condiciones en particular, que se comprometen de manera
histórica con el mundo social. Pueden llevar consigo diferentes
expectativas de sus padres y distintas ambiciones propias, depen-
diendo de las culturas y sociedades en que crecieron. Si de joven
viviste en el Chile de Pinochet, en los años después del sangriento
golpe de Estado en contra del gobierno de Unidad Popular de Allen-
de, las sombras del pasado ensombrecen tu vida. Hubo preguntas
que aprendiste a no hacer y silencios que te sentiste obligado a
respetar. Hombres jóvenes compartieron cómo al cerrarse el espa-
cio público se produjo una intensificación de su vida emocional
interior y del significado de la pornografía como una forma de ex-
plorar sus identidades sexuales. Ver vídeos con los amigos creó un
espacio privado de exploración que enseñó acerca de los deseos,
de los que no se puede hablar en público. Al ver los videos en secre-
to había un reconocimiento de los deseos, de los que de otro modo
no se les podía nombrar. Al mirar atrás, los jóvenes insisten en su
significado, a pesar de las degradantes imágenes de las mujeres.

Escuchar

¿Es difícil para los padres escuchar a sus hijos adolescentes porque
a los adolescentes no les interesa compartir sus ideas y creencias
con ellos? ¿Hay un abismo que divide a las generaciones, por lo
menos por un lapso, porque no hay un lenguaje común que permita
expresar las diferencias? Si reconocemos que los jóvenes encuen-
tran el mundo de los adultos dentro de contextos especiales histó-
ricos y culturales, también tenemos que reconocer que durante un
tiempo por lo menos a ellos no les interesaba comunicarse con el
mundo adulto, al que en gran parte rechazaban. A diferencia de
una generación anterior de muchachos y muchachas, no se sienten
tan seguros de lo que el futuro les depara. Podrían tener una vaga
idea de lo que ellos esperan de una relación de pareja, pero un
matrimonio en el futuro o la idea de ser padres ya no tiene el mismo
interés en sus vidas. Reconocen que el futuro está abierto para
ellos, incluso si la economía globalizada y el declive de las indus-
trias tradicionales ya no es el trabajo seguro que sus padres podían
haber dado por hecho. El futuro más bien se presenta a sí mismo
como un tiempo de riesgo e incertidumbres.
Como jóvenes, con frecuencia empiezan a explorar con sus pro-
pios deseos e identidades. Están en la búsqueda de un tipo diferen-
te de intimidad que les permita sentirse vulnerables y en intimidad.

A menudo, a diferencia de la política sexual de los años setenta,
los jóvenes no quieren que se les defina o se les catalogue como
heterosexuales o gays o bisexuales, en relación con su sexualidad. Ya no
creen que sea un problema que de alguna manera tenga que ver
con su experiencia dentro de las categorías preexistentes. De ma-
nera similar, los jóvenes ya no tienen el mismo tipo de creencia
segura de que hay formas de familia preexistente y que sólo es cosa
de escoger la forma que te acomode. Más bien hay un reconoci-
miento extendido dentro de las culturas urbanas posmodernas de
que el individuo tiene que explorar su propio cuerpo, deseos y sexua-
lidades. Es a través de esta autoexploración con la que ellos po-
drían negociar una relación de pareja para satisfacer sus deseos y
sus necesidades. Aprecian que esta negociación implicará un com-
promiso y respeto de las necesidades de los demás como ellos los
definen.

Dentro de estos cambios en el mundo, ha habido una pérdida
de comunicación entre las generaciones. Con frecuencia los adul-
tos piensan en la “adolescencia” desde el punto de vista de una
experiencia de adulto, así que a los jóvenes se les define a través
de lo que a ellos les falta, concretamente las responsabilidades de
adulto. Hay una conciencia extendida de que las nuevas tecnolo-
gías y el internet significan que los jóvenes se comunican entre sí
por medio de diferentes tipos de realidades virtuales. Hablan y se
escuchan uno al otro más allá de los límites del estado. Compar-
ten sus propios medios de información y a menudo son escépticos
acerca de lo que los adultos tienen que decir, a sabiendas de que
están creciendo en un mundo radicalmente diferente en el que la
experiencia del pasado parece tener menor peso. Con las incerti-
dumbres del mundo globalizado, los jóvenes pueden sentir que sus
padres tienen poco que enseñarles. Podrían sentirse más abiertos
acerca de las diferencias raciales, étnicas y homosexuales, aun-
que en cuanto a esto también pueden reproducir intolerancias
como en generaciones pasadas. Esto es especialmente cierto de los
jóvenes que todavía pueden definir su identidad masculina a tra-
vés del rechazo a la vulnerabilidad y a las emociones consideradas
como “femeninas” y tan relacionadas con un callado miedo a la
homosexualidad.

El discurso homofóbico con frecuencia es una forma de auto-
protección, dado que la identidad heterosexual se establece con
frecuencia a través de un rechazo interior del deseo homosexual.
Es a través del rechazo a la “suavidad” que los jóvenes todavía
afirman su identidad masculina heterosexual. Así, podemos reco-
nocer que la homosexualidad no es sólo una opción sexual más
para agregarse a otros espacios, sino que es parte integral en la
construcción de la dominante heterosexualidad. Sin embargo, dentro
de los entornos urbanos parece ser que existe una gran disposición
para escuchar más allá de los géneros y sexualidades. Pero esto no
puede decirse tan confidencialmente en relación con las diferen-
cias étnicas y raciales. Más bien, se enfocan sobre los problemas de
diferencias de género que pueden funcionar para acallar una con-
ciencia de etnias y razas diferentes. En Chile esto es evidente en
relación con el dominante grupo indígena mapuche. Mientras que
existe un reconocimiento de una identidad chilena y una amplia
cultura mestiza, existe el rechazo a la herencia indígena en el pre-
sente. Esto es muy diferente a México, en donde la población ge-
neralmente clama que todo el mundo es mestizo y existe una
glorificación de la cultura azteca en el pasado, también existe el
rechazo a las diferencias étnicas y raciales en el presente. A las
personas no les gusta que se les recuerde que la mayoría de quienes
sirven en los restaurantes tienen la piel más oscura.

Con frecuencia las personas crecen dando estas diferencias por
hecho, ya que reflejan relaciones dentro de sí, por ejemplo, la fami-
lia de clase media, en donde las sirvientas que provienen de ex-
tracción indígena cocinan, hacen la limpieza y cuidan a los niños.
A menudo existen relaciones emocionales ambivalentes, ya que los
jóvenes con frecuencia rechazan su relación con las mujeres que
los cuidaron. Así que necesitamos ser cuidadosos para especificar a
quién se le escucha y en qué circunstancias culturales se le escu-
cha. Algunas veces los jóvenes sienten que ellos “lo saben todo” y
que no tienen que escuchar a nadie. Años más tarde podrían la-
mentar el no haber escuchado más.

El poder y la autoridad

Con frecuencia, los jóvenes se resienten cuando se les dice qué
pensar. También quieren ser escuchados y quieren pensar por sí
mismos. Insisten sobre la libertad que el mundo adulto por tradi-
ción no les ha brindado. Quieren un espacio y tiempo para sí mis-
mos para poder explorar sus necesidades y deseos individuales y
colectivos. Esto ya constituye un reto para las formas tradicionales
y patriarcales de la autoridad familiar. Los jóvenes ya no están dis-
puestos a respetar a sus padres sólo por la posición que ocupan. Más
bien insisten en que el respeto se debe a que las personas se com-
portan de determinada manera. Han cuestionado la forma
paternalista británica en donde los hombres decían: “Haz lo que
digo, pero no lo que hago”. Ésta es una forma de obediencia que ya
no tiene vigencia, ya que los jóvenes detectan la hipocresía que se
niegan a tolerar. Todavía quieren estar cerca de sus padres y con
frecuencia están preparados para pagar el precio, pero también
quieren que cambien sus padres para acercarse a ellos.
Una cultura posmoderna reconoce la crisis en las formas jerár-
quicas de respeto. Los jóvenes ya no están preparados para aceptar
las culturas de deferencia que sus padres daban por hecho. Se ha
extendido una ética igualitaria dentro de la amplia cultura del con-
sumismo que alienta a los jóvenes a reconocerse a sí mismos como
ciudadanos iguales, como portadores de derechos y obligaciones.
No es que no quieran creer en las autoridades, sino que han cues-
tionado a las autoridades tradicionales que esperan ser obedecidas
sin cuestionar.

Quieren saber quién habla y con qué autoridad. Cómo se gana-
ron su posición de autoridad y con qué autoridad hablan en rela-
ción con sus propias experiencias. Tienen dudas del tipo de autoridad
que se consolidó a través de la relación especial entre la dominan-
te masculinidad blanca de Europa y el proyecto de modernidad
como progreso. Esto le permitió a la masculinidad dominante ha-
blar con la objetiva e imparcial voz de la razón. Ésta era una voz
impersonal que hablaba de ningún lado en especial, pero que asu-
mía una enorme autoridad en relación con la otra colonizada que
era considerada incivilizada o primitiva.

Un discurso de masculinidades hegemónicas no ha cuestiona-
do a esta voz, impersonal e imparcial, pero la ha hecho propia den-
tro de la teoría de la masculinidad como una práctica social en
medio de otras prácticas sociales.

En el documento de consulta sobre la masculinidad de Bob
Connell, tenemos una identificación implícita entre los hombres y
la masculinidad que hace difícil para ambos explorar cómo han
crecido los hombres en relación con las masculinidades especiales
y también la tensión y la inquietud que los hombres sienten en
relación con las masculinidades ya existentes. Connell todavía piensa en
las masculinidades como encerradas dentro de relaciones de poder
con los otros. Más que hablar desde una posición en
particular, Connell adopta la voz impersonal del racionalismo objetivo.
Si hay espacio para los cuerpos y la vida emocional dentro del marco teórico,
éste es tan subjetivo como las consecuencias de las estructuras objeti-
vas. Esto lo hace particularmente difícil para explorar las contra-
dicciones en su experiencia de hombre y las transiciones que pasan
durante sus años de adolescencia. Está encerrado más bien en un
pensamiento acerca de las confrontaciones diversas que los jóve-
nes tienen en relación con el mundo adulto.

La teoría estructural de Connell permanece dentro de los tér-
minos de una modernidad que por sí misma clasifica dentro de los
términos de una masculinidad blanca dominante. Al exponer los tér-
minos de un marco teórico que se establece sólo a través de la
razón, hay poco espacio para escuchar las voces de los jóvenes mis-
mos. Más que una diferencia que establece entre la vida emocio-
nal como “terapéutica” para contrastarla con la “política” que se
considera exclusivamente en términos estructurales, asume una
posición de autoridad que fácilmente funciona para desairar las
voces de los jóvenes que de otra forma también quisiera escuchar.
En forma más precisa, no hay espacio para un diálogo en el que los
jóvenes puedan explorar sus relaciones complejas con las masculi-
nidades complejas. Ni tampoco hay espacio para que ellos puedan
desafiar a las relaciones tradicionales de autoridad dentro de la
familia, en donde se espera que escuchen y obedezcan más que
oírse y respetarse a sí mismos.

Dentro de la visión jerárquica de respeto, se le debía obedien-
cia a aquellos que estaban en una posición de poder. Dentro de las
relaciones más democráticas de familia, el respeto se gana a través
de la experiencia y el comportamiento. A los jóvenes les preocupa
la cuestión de las jerarquías, incluyendo las jerarquías de las mas-
culinidades, las cuales cierran el diálogo y la comunicación. Ellos
no quieren que se les diga lo que tienen que hacer, lo que tienen
que creer, sino que insisten en la libertad para obtener sus propios
resultados en cuanto a sus creencias y valores.

Quieren espacio para sus propias relaciones y quieren que sus
padres los apoyen sin esperar demasiado a cambio. Esto puede resultar
difícil de aceptar por los adultos. Sin embargo, si queremos cuestio-
nar a las grandes narrativas de la modernidad, incluyendo a aquellas
enmarcadas en términos de las masculinidades, tenemos que abrir-
nos para escuchar lo que los jóvenes tienen que decir. Tenemos que
reconocer que no son necesariamente desafiantes todas las formas
de autoridad o la autoridad establecida en contraste con la libertad.
Más bien lo que quieren son “buenas” autoridades que no se basen
en la obediencia de aquellos que han sido obligados a guardar silencio.
De manera similar, pueden reconocer la necesidad de disciplina
en sus propias vidas, pero cuestionan las formas de obediencia que
se espera que sean automáticas. Quieren tomar parte en la forma-
ción de los nuevos estilos de las relaciones íntimas y familiares.
Reconocen que los modelos que heredamos del pasado ya no le
dicen nada al presente que vivimos. Quieren el respeto y la con-
fianza de sus familias, sabiendo que necesitan tiempo y espacio para
explorar sus propios valores y creencias. Si éste es un tiempo en el
que los jóvenes toman riesgos, también es un tiempo en el que exi-
gen honestidad y rectitud de aquellas personas que podrían traba-
jar con ellos.

Los jóvenes quieren ser capaces de ejercer el poder sobre sus
propias vidas. Han crecido con relaciones de género más equitati-
vas tanto en el hogar como en la escuela, y están menos preocupa-
dos con los problemas de igualdad de género que la generación
pasada. Como las mujeres jóvenes son escépticas al identificarse a
sí mismas con el feminismo, en parte porque no quieren limitar las
oportunidades abiertas a ellas; así los hombres jóvenes están menos
preocupados con la relación entre los hombres y el feminismo de lo
que están acerca de cómo vivir unas vidas significativas y abiertas
como hombres.
Quieren explorar “en dónde están” sin el moralismo
que todavía persigue mucho al feminismo, así como las visiones de
Connell sobre las “masculinidades hegemónicas”. Al mismo tiempo
esto tendrá una especial atracción en América Latina, por ejem-
plo, en donde hay tanta distancia social entre los intelectuales ra-
dicales y los movimientos sociales con que también se relacionan.

En este contexto es más fácil desairar a los grupos de hombres que
se preocupan exclusivamente de mejorar las vidas personales de los
hombres, mientras que la única preocupación del feminismo es
“cambiar al mundo”. Encontramos ecos de un marxismo sin rees-
tructurar, que todavía se tiene que replantear de manera lo suficien-
temente profunda, sobre su relación con un proyecto de modernidad
masculina.

Como jóvenes, no quieren ser identificados con el poder que
tienen en relación con las mujeres, porque saben que en muchas
áreas de sus vidas se experimentan por sí mismos alejados del po-
der. No quieren vivir las masculinidades de una generación ante-
rior, sino que quieren explorar “lo que significa ser hombres” en sus
propios mundos. No quieren tener que negar su amor, calor y ternura
para vivir una visión de masculinidad que ya no parece verdade-
ra para su propia experiencia y sus posibilidades.

4 comentarios:

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