lunes, 7 de diciembre de 2009

CHICOS Y CINE: LAS TRIBUS URBANAS Y EL CINE (2002)

Silvia Grijalba

http://www.silviagrijalba.com/articulos/gijon.htm



Cuando hablamos de Tribus Urbanas nos vienen a la cabeza las que tuvieron su auge en las décadas de los 60, 70 y 80 del siglo pasado y ahora, en el siglo XXI, nos parece un término obsoleto. Pensamos en los mods, rockers, hippies, punks… esos grupos socioculturales eminentemente juveniles que configuraron una contracultura pop que, con el tiempo, pasaron a formar parte de la cultura oficial y que fueron rápidamente adoptados por los medios de comunicación y por la burguesía que antes cruzaba de acera cuando se encontraba con un miembro de estas tribus urbanas.

La fuerza estética de todas esas tribus hizo que el cine (antes y más profusamente que otras artes, como la literatura) rápidamente se hiciera eco de esas manifestaciones y durante esas décadas (especialmente durante finales de los setenta y todos los años 80) el cine juvenil dio varios títulos que abordaban la forma de vida de esos grupos sociales. Aquí vamos a analizar algunos de esos títulos clásicos que se refieren a las tribus urbanas clásicas, a las que todos conocemos. Pero también quiero hacer hincapié en la presencia de otras tribus urbanas menos evidentes que han surgido a partir de los 90 y durante lo que llevamos de siglo. Grupos socio-culturales que, en muchos casos, no tienen un apelativo oficial pero que responden a las coordenadas que definen una tribu urbana.

Buenrrollistas (1),
techno-hippies (2),
Bohemios Burgueses (3),
Burgueses Chic (4),
Lalys (5),
Chicos Dickies (6), a los que el cine más actual también ha reflejado aunque la intención del autor de la película (en contraposición a los de décadas anteriores) no fuera esa y pese a que, en muchos casos, ni el propio autor fuera consciente de que en su obra estaba hablando de la forma de vida de una tribu urbana.

Esto nos puede ayudar a confirmar la teoría de que después de los noventa, con la explosión grunge, las tribus urbanas caen en el ostracismo, empiezan a considerarse algo pasado de moda, un término casi peyorativo y que pasan de ser una seña de identidad, un orgullo para sus miembros a algo de lo que no se habla, rechazado por los mismos protagonistas de esas tribus, que se niegan a definirlas, a darles nombre e incluso se ofenden si alguien les identifica como miembros de ese grupo social.

En el cine, como reflejo de la sociedad, también se ha observado esa evolución. Después de los noventa, el presunto cine juvenil ya no vende la película aludiendo a la tribu urbana de la que habla (como ocurrió con Quadrophenia, Hair o, más adelante Singles) sino que, muy al contrario, lo elude, aunque en casos como Goths World sus protagonistas vistan como miembros de una tribu bien definida y la banda sonora sea parte también de los gustos de ese movimiento. La evolución llega a un punto extremo en el que, incluso, se da el caso, como el de OT en el que se presenta a la juventud como un ente disperso, sin cohesión cultural, orgulloso de pertenecer y adorar al sistema establecido y sufriendo el efecto contrario al que se daba años atrás, en el que la moda o la forma de comportamiento más radical de la gente de la calle era asimilada por los artistas más comerciales. Ahora los fans de OT son los que visten según dictan los escaparates de Zara, Berska o Pull and Bear que son las marcas que, a su vez, hacen el estilismo las estrellas de la Academia.

Actualmente esa pulsión juvenil de identificarse por medio de la diferencia con otros miembros de una misma generación, ese deseo de crear una contracultura más o menos organizada con la que enfrentarse al “stablishment” ha quedado diluida, pero sigue existiendo, aunque sean los teóricos los que se preocupan en crear clasificaciones y definir las nuevas tribus.

¿Qué es una tribu urbana?

Para entender mejor de qué estamos hablando, lo primero sería definir en qué consiste una tribu urbana. Los miembros de una tribu urbana , salvo un par de excepciones, suelen ser menores de 20 años. El deseo adolescente de formar parte de un grupo de iguales para diferenciarse del resto, de crear una “pandilla” entre compañeros que comparten una serie de gustos que ayuda a reforzar los propios, a sentirse protegido y a tener la sensación de que alguien nos entiende suele ser una de las motivaciones esenciales para adherirse a una tribu urbana. Por otra parte, un rasgo esencial para diferenciar una pandilla (en la acepción burguesa, tipo los chicos de Verano Azul o en la más underground, como “pandilleros” de barrio, tipo The Warriors) es que los miembros de ese grupo compartan una serie de gustos musicales y estéticos (esencialmente), pero también una forma de ver y enfrentarse a la vida (a los cambios frente a la edad madura) y gustos literarios, cinematográficos y de ocio (o sea, ir a los mismos bares, esencialmente, y también, en algunos casos preferir un tipo de drogas antes que otras).

Todos estos puntos están presentes en las películas que hemos escogido como ejemplo de cómo trata el cine juvenil de ficción esos ejemplos de contracultura. Hago hincapié en el término “cine juvenil de ficción” porque he querido obviar los cientos de documentales que abordan este tema: desde los que se encargaron de filmar encuentros como el de Monterrey o el de Woodstock, hasta las biografías de músicos emblemáticos de algunos de estos movimientos porque esas producciones (igual que películas como El Ansia, para los siniestros o Blow Up para los mods) son crónicas de lo que los miembros de esa tribu urbana admira, pero no hablan de los miembros de esas tribus, no dan una visión sobre ellos sino que narran lo que los componentes de esas tribus imitan, asimilan o les inspira.


Hair y Quadrophenia: dos paradigmas

Entre los títulos clásicos que narran la vida de los miembros de tribus urbanas están, sin duda, Hair y Quadrophenia. Como paradigma de películas que abordan este tema y teniendo en cuenta que se estrenaron el mismo año (en 1979) nos pueden servir de ejemplo de cómo se trataba el tema de las tribus urbanas durante la década de los ochenta, la época en la que tuvieron un mayor esplendor. Una forma de representar a esos miembros de la adolescencia contracultural que poco tiene que ver con el tratamiento que el cine hace de ellos durante las dos décadas siguientes.

Los paralelismos entre Hair y Quadrophenia son muchos. Aunque hablan de tribus urbanas irreconciliables, los hippies, en el caso de la primera y los mods (y los rockers, más de pasada) en el de la segunda, el tono es muy similar. En primer lugar, en ambos filmes se recrea una época pasada, se habla de los comienzos de estas dos tribus urbanas que a finales de los 70 ya se habían constituido como tales pero que en sus comienzos, en los años 60, eran movimientos contraculturales que aún no tenían la categoría de tribu urbana como tal.

Esa labor historicista, ese deseo de profundizar en una época que los directores de ambas vivieron durante su adolescencia y por tanto idealizaron ayuda a que, especialmente en Hair, su director Milos Forman presente de una manera muy atractiva a los componentes de ese movimiento sociocultural, algo que Franc Roddam también hace en Quadrophenia, pero desde un punto de vista más lúdico, menos idealista. Probablemente si ambas se hubieran rodado en los 60 y sus directores hubieran tenido 18 años, el planteamiento hubiera sido el de ¡qué maravilloso es pertenecer a un grupo de jóvenes que compartimos ideología, forma de vivir, de vestir y de divertirnos y a los que nos gusta la misma música!, pero quince años después, observando los comienzos del movimiento desde la perspectiva de la madurez y viendo en qué han desembocado esas tribus mucho más edulcoradas por aquella época, la visión idealista tiene también un tono moralista, que corresponde a la evolución natural de la mayoría de los que en su juventud pertenecieron a una de las tribus urbanas del siglo pasado que, por definición, están relacionadas con la edad adolescente y postadolescente.

El trabajo estable, la pareja estable y la hipoteca suele diluir el tinte llamativo en el pelo, quita horas para poder construir la cresta o peinar el pelo a lo mod, hace pensar en si merece la pena seguir llevando la camiseta de AC/DC al trabajo o si sería mejor claudicar a favor de la camisa para ver si nos dan ese ascenso laboral y termina dando al trastre con el idealismo contracultural que nos llevó a formar parte de una tribu urbana. Por eso no llama demasiado la atención que tanto en Hair como en Quadrophenia se castigue a los que de verdad creen en los postulados de su movimiento, los que convierten la vida hippie o la mod en su leit motiv y los que llevan esa “religión” hasta sus últimas consecuencias.

En Hair el papel de John Savage es claramente el del hippie “dominguero”, un joven que está a punto de alistarse en Vietnam, que se queda deslumbrado por la forma de vida hippie, pero que termina alistándose en el ejército, enamorándose de una chica que pertenece a una de las mejores familias de la ciudad y que es burgués incluso en sus viajes alucinógenos inducidos por el LSD, donde imagina que se casa (de blanco y por la iglesia) con su amada aunque eso sí, el coro de fondo canta el Hare Krishna y la novia está embarazada, como dato transgresor.

Durante toda la película, John Savage simpatiza con la causa pero no se implica del todo, nos están diciendo que aquello es una época de su vida y que aunque seguirá teniendo ideas antimilitaristas, de paz, amor y tal, está claro que el sueño alucinógeno de la boda por la iglesia y la vida burguesa va a cumplirse y que terminará claudicando con el sistema. Es un chico formal y merece seguir viviendo.

En cambio, el personaje del hippie convencido que pasará el resto de su vida defendiendo sus ideales juveniles y que apuesta con todas las consecuencias por los postulados hippies es el que termina muriendo. La película da un giro completamente absurdo para que sea Berger y no John Savage el que termina yendo (por error) a Vietnam y que al final muere. La lección está clara: si vas (de verdad) contra el sistema, Dios te castigará.

En Quadrophenia la lectura es la misma. Phil Daniels, el protagonista, está convencido de ser mod es una forma de vida, no un divertimento de fin de semana. Y todo su mundo empieza a derrumbarse cuando, después de la pelea contra los rockers en Brighton, se da cuenta de que sus compañeros mods no piensan igual que él. El se va de casa, deja el trabajo, se convierte de verdad en un outsider… pero paralelamente al descubrimiento de que la chica de la que se ha enamorado y con la que se ha enrollado en Brighton considera que aquel suceso del callejón es algo sin importancia (para él no porque está enamorado), sus amigos le dicen que no le esperaron a que saliera de la cárcel porque tenían que llegar al trabajo; su amada le dice que lo de Brighton fue una diversión, sin más y, como punto penúltimo, descubre que Sting, encarnación del líder de los mods, no es un tío enrrollado, un marginal, como él creía y quería, sino el botones servil de un hotel de lujo de Brighton. Todo ello y su destino (el convencimiento de que está loco, como su tío suicida y esquizofrénico, con el que no para de compararle su padre) le llevan a tirarse, con scooter y parka puestas, por los acantilados de ese Shangrilá de los mods que es Brighton.

Pero pese a esa lectura moralista, en ambas películas se deja entrever que los realizadores tienen una admiración y una identificación con esas tribus urbanas que expresan, muchas veces, con algunos de los tópicos imprescindibles para entenderlas, especialmente en el cine: indumentaria, conflictos generacionales, drogas y música. El caso de Quadrophenia es especialmente significativo porque los productores, que eran The Who, los cuales habían sido mods durante su primera juventud y son unos de los ídolos de ese movimiento.

La cuestión de la indumentaria y de la música son evidentes y no vamos a profundizar aquí en ellas. Pero sí resulta curioso que ambas películas afronten de una manera casi idéntica el asunto de las drogas y del conflicto generacional.

En la era pre sida y anterior a la demonización gubernamental de las drogas ilegales, se nota que el punto de vista sobre ese tema es liberal, natural. El asunto de las drogas se trata de una forma que actualmente sería inconcebible y que muy probablemente tendría que vérselas con la censura.

En ambos casos, la droga (cannabis y LSD, en el caso de Hair, y anfetaminas, en el de Quadrophenia) es una manera de abrir la puerta a la realidad paralela que nos presenta este movimiento sociocultural que implica otra forma de vida. En los dos filmes, la droga es una especie de pasaporte que aparece muy al principio de la cinta y que ayuda al protagonista y al espectador a traspasar ese espejo que le lleva a una nueva realidad.

En Hair, muy en sintonía de los ideales hippies que consideran a las sustancias enteógenas como una forma de autoconocimiento y de transformación moral, se trata (siguiendo los postulados de las tribus primitivas) de un rito de iniciación al clan.

Algo que vuelve a darse cuando la película avanza, en este caso con LSD en forma de hostia y que da a entender que el novato ya ha entrado en la tribu aunque las alucinaciones que tiene sean tan poco hippies.
En Quadrophenia la película empieza directamente con una imagen en la que el protagonista le compra unas pastillas a su camello habitual (que es una especie de lazarillo que le acompaña a lo largo de todo el filme) para, después de una jornada de trabajo basura, entrar en una discoteca donde se oyen clásicos del soul y más adelante se oiría el “My Generation” de The Who.

Drogas y conflictos generacionales

En ambas películas hay un aspecto lúdico de la droga que tiene mucho que ver con los postulados de otras obras posteriores, relacionadas con la cultura rave, como Acid House o 24 Hour Party People, sobre el sello Factory y la discoteca Hacienda de Manchester. En ellas las drogas de diseño, la evolución de esas anfetaminas que consume Garry Cooper en Quadrophenia, son una especie de catalizador para introducirse en el ambiente de un local (como representación de un mundo) dedicado a vivir durante seis horas una vida distinta que nada tiene que ver con una situación social hostil (esto se ve claramente también en todas las películas que se han hecho sobre el punk; por una parte, la de Alex Cox Sid y Nancy,(1986) protagonizada por la heroína o bruja del grunge Courtney Love y los dos documentales sobre los Sex Pistols, The Filth and The Fury (2001)y El Gran Timo del Rock and Roll (1980)de Julian Temple) y es que no es casualidad que algunas de las tribus urbanas del siglo pasado surgieran en momentos de bache económico y en ciudades (Londres en el caso de los mods y los punks, Manchester, en el del Acid House y Seattle, en el del grunge) donde esa crisis estaba especialmente acentuada.

El conflicto generacional es otro de los elementos que está presente en estas dos películas y en la mayoría de las que abordan el tema de las tribus urbanas. Los enfrentamientos surgen invariablemente entre los miembros de esas tribus que llevan hasta las últimas consecuencias su adhesión al movimiento. Por una parte, porque no disimulan, no llevan una doble vida de disimulo cambio estético según estén delante de sus padres o delante de sus amigos y “porque salen del armario”, intentan explicar (con palabras o con hechos) a sus horrorizados padres que sus ideales son dignos, que aquello no es un capricho juvenil y están convencidos de lo que hacen. Las escenas de interrelación entre rebelde y su familia son casi idénticas en Hair y Quadrophenia.

El aspecto y la forma de vida son esencialmente los reproches que les hacen los padres a los hijos y aquí, ambos directores se ponen de parte del rebelde, incidiendo en lo ridículo de las protestas (ambas tienen un elemento cómico) y reprochando, en el fondo, que los padres no se preocupen de porqué sus hijos han tomado ese camino y que no se paren a reflexionar si quizá pueden estar ellos en lo cierto. Sólo se preocupan de lo externo, de lo que puede resultar escandaloso para el vecindario o el resto de la sociedad.

A partir del punk

Este análisis sobre el tratamiento de las tribus urbanas del siglo XX en el cine nos sirve para observar la evolución que tiene esa visión en épocas posteriores del mismo siglo y para ver cómo cambia radicalmente en los filmes que tratan el tema en este siglo. Sid y Nancy de Alex Cox y Singles (1992) de Cameron Crowe (autor también de Casi Famosos, (2000), en la que también se trata ese fenómeno, centrándolo en una banda de rock con reminiscencias hippies) son dos ejemplos que siguen las bases creadas por las anteriores. El caso de Sid y Nancy no nos es demasiado útil porque aunque no es estrictamente un documental como los trabajos que hizo Julien Temple sobre el punk, se basa tan fielmente en la vida de Sid Vicious (segundo bajista de los Sex Pistols) que no ofrece claramente una visión particular asentada en la ficción.
En ella también aparecen tópicos como el enfrentamiento generacional, la reacción ante una realidad social difícil o la muerte final del héroe/antihéroe que lleva hasta las últimas consecuencias los postulados de su tribu urbana. Hasta ahí todo es similar, pero sí cabría destacar el hincapié que hace (necesario porque la vida de Sid Vicious fue así) sobre el mal uso de las drogas, en este caso de la heroína, que termina llevando a la locura o la destrucción (de sí mismo, el amor y el grupo al que pertenece) al protagonista. En 1986, con el cadáver del punk aún caliente y con miles de jóvenes que aún adoptaban esa estética que empezaba a estar asimilada por los mass media y las grandes cadenas de almacenes, la heroína empezaba a hacer sus primeros estragos sociales y el aire casi naif respecto a la droga de películas como Quadrophenia o Hair era prácticamente impensable y no volvería a repetirse.

Singles es una película de transición. Inaugura, a principios de los 90, una nueva etapa en la que el cine (y la sociedad) dan cada vez menos importancia a la tribu urbana como tal y se centra en la vida de un grupo de jóvenes que, parece que casualmente, visten parecido, oyen el mismo tipo de música y tienen una visión de la vida similar. El grunge puede decirse que fue la última tribu urbana que tuvo una conciencia de clase y, por tanto, un nombre que ellos mismos usaban para definirse. A partir de ahí llega la transformación de la tribu urbana (como hemos apuntado al principio) que se diluye para convertirse en algo casi vergonzoso que sus miembros se niegan a reconocer.

Singles es un producto claramente edulcorado, típicamente hollywodiense, en el que queda claro el mensaje de que esa forma de vestir y esos gustos musicales es una etapa transitoria, una forma de evolucionar hacia la madurez. De hecho, Bridget Fonda, en un momento de la película explica ese sentimiento. Vive su unión con un cantante de un grupo grunge emergente como el momento de locura que tiene que experimentar durante unos años, consciente de que aquello es una locura de juventud. De hecho, el personaje de Matt Dilon, que podría ser el equivalente al de Garry Cooper en Quadrophenia o Berger en Hair, al final hace un alegato a su supuesto carácter contracultural e individualista que él mismo demuestra no creer en absoluto.

A partir de ese momento, salvo excepciones que en su mayoría aluden a tribus urbanas del pasado, como es el caso de 24 Hours Party People (sobre el sonido Manchester y el comienzo de los “ravers”), la visión del cine sobre las tribus urbanas es más bien anecdótica. Se presentan personajes que pueden pertenecer tangencialmente a ellas pero no se profundiza, como en los 80, en las actitudes o forma de vida derivadas de esa adhesión al movimiento contracultural.
En 24 Hours Party People la visión es hasta cierto punto nostálgica y tiene el tono de un documental en el que ya se pueden valorar, desde la distancia y la madurez el porqué ocurrieron las cosas. En ella se hace un recorrido por el Sonido Manchester y por los grupos del sello Factory, desde bandas cercanas al punk, como Joy Division hasta la discoteca Hacienda, la cuna del acid house y del movimiento de bandas como Happy Mondays. El protagonista, desde la distancia de los años, hace un análisis de lo que ocurría en aquel local, donde empezó a forjarse una tribu urbana, la de ravers, que tendría más tarde derivaciones en los makineros y los techno kids. Tribus muy cercanas a una droga, el éxtasis, que en aquella época empezaba a ponerse de moda y de la que en esta película se habla sin ningún tono moralista, desde una perspectiva casi periodística, volviendo a una visión que podría relacionarse con Quadrophenia.

La mayoría de las veces, los guionistas hacen que esos jóvenes vistan y oigan la música propia de una tribu urbana para ayudar a que esos personajes, por una parte, aparezcan como adolescentes rebeldes que van en contra de lo establecido y, por otra, para conectar estéticamente con un público juvenil que es el que puede hacer triunfar en taquilla una película, aunque hay que destacar que jamás aparece como reclamo (como ocurría en décadas anteriores) que la película en cuestión alude a una tribu urbuna. Un reflejo más de esa tendencia al rechazo sobre este tipo de fenómenos.

Algunos ejemplos de ello son Ghost World (cuyas protagonistas estarían encuadradas claramente en el apartado de las “lalys”), Historias del Kronen (en el que hablaríamos de los chicos Dickies), Todo es Mentira (Bohemios Burgueses), La Playa (sobre los techno hippies) o Eduardo Manostijeras (con Johnny Depp, en cierta forma, y claramente en el personaje de Winona Ryder, se nos presenta el prototipo de joven siniestro, una tribu que conoce por experiencia propia su director, Tim Burton). Por eso, a partir de los noventa, en las pocas películas que se habla claramente de estas las tribus urbanas se hace desde el punto de vista documental o de falso documental, como en el caso de Skinheads de Greydon Clark. Ghost World es una de las películas que mejor resume la actitud del cine respecto a las tribus urbanas en el siglo XXI.

Respecto a las tribus urbanas. La protagonista se nos presenta como un “bicho raro”, igual que Steve Buschemi y aunque viste de una manera muy concreta (una especie de laly-neo punk) y sus gustos musicales corresponden con esa tribu, responde a esa tendencia del nuevo siglo del individualismo. En los 80 está claro que nos hubieran contado la historia presentándonos al grupo de amigos punkis con los que se reunía, pero aquí es distinto. Su mejor amiga no conecta con esa parte de su vida y lo cierto es que no importa demasiado y los terribles conflictos generacionales que se plantean en el cine de otras épocas aquí no existen, no hay más que ver la escena en la que se tiñe el pelo de verde y su padre ni se inmuta.

Ese es sólo uno de los múltiples ejemplos que hacen de esta película el máximo exponente de cómo el cine ha tratado a lo largo de este siglo a las tribus urbanas. La asimilación por parte de los mass media y de la sociedad de consumo de determinadas tendencias que antes resultaban transgresoras han hecho que determinadas estéticas ya no resulten del todo chocantes y que elementos como la lucha generacional queden muy matizados. La “gente de bien” ya no cruza de acera cuando ve a alguien con el pelo de colores o con piercings y eso el cine lo refleja en su actitud de indiferencia hacia los movimientos socio culturales juveniles.

APENDICE

(1) Los buenrrollistas, para entendernos, serían una especie de evolución natural de los progres, pero con menos pana y más colorido de inspiración étnica. Ellos son ese ejemplo perfecto para las tertulias televisivas en las que a algún alma optimista le da por decir que la juventud actual no se pasa el día haciendo botellón y consumiendo pastillas de fiesta de bakalao en fiesta de bakalao, si no que tienen ideales por los que luchan y una conciencia socio-política fuerte. Y, efectivamente, el buenrrollista es el hijo que todo progre no asimilado por el sistema desearía. Un chico comprometido, responsable pero con un punto de locura idealista que, además, tiene de qué hablar con su padre enrrollado porque comparten ídolos (Dylan, Ché Guevara) aunque, eso sí, los miembros de esta tribu urbana también han desarrollado nuevos mitos propios a los que siguen en forma de pensar y vestir, además de servirles de guía en sus causas políticas. El gran paradigma del ídolo buenrrollista es Manu Chao. Su simpatía por la causa okupa; su apoyo incondicional al movimiento zapatista (el Subcomandante Marcos es uno de los grandes gurús de esta tribu); esa forma de vestir en plan tienda ayuda al Tercer Mundo; su afición por las sandalias de cuero y su adicción a los gorros andinos y los jerseys de lana casera hacen que los buenrrollistas le vean como uno más, como un colega normal y corriente y agradecen con auténtico fervor esos gestos que denotan esa sencillez intrínseca, ese buen rollo que le es natural, como tocar por sorpresa en la calle o hacer una especie de feria para grandes y pequeños.

(2) En esta época de sincretismo, de heterodoxia, de mestizajes y, sobretodo, de chill outs (ya, hasta los más conservadores tienen un rincón de la casa lleno de cojines, humo de incienso y cds de música relajante con la etiqueta “lo mejor de la música chill out” pegada en la funda), los techno hippies son el ente perfecto. Son la prueba andante (o más bien tumbada, que es la posición en la que se les suele encontrar en los chill outs de cualquier fiesta techno, es decir Rave) de que la técnica más avanzada no está reñida con los valores ecológicos, las teorias de Gaia y demás asuntos de inspiración hippie. Esta tribu ha ido ampliándose poco a poco pero el germen, el lugar donde empezó a gestarse realmente la identidad de los techno hippies como tales, fue en el festival británico Tribal Gathering (hace unos ocho años), un encuentro musical en el que participaron grupos que unían la tecnología y las contundentes bases rítmicas de la música electrónica con percusiones y voces tomadas de músicas étnicas tradicionales (en aquella época, especialmente de Marruecos, La India o Paquistán), como Transglobal Underground, Loop Gurú o Banco de Gaia. Una idea que seguía la tradición de composiciones de la época psicodélica de los Beatles y muy especialmente de George Harrison (su “Chant and Be Happy” es un precedente clarísimo) pero que en esta ocasión llevaba algo más, un trasfondo socio-cultural que daba una seña de identidad propia a los seguidores de ese estilo musical.
Algunos de ellos eran hippies auténticos, de cincuenta años en adelante, de mente curiosa, que seguían convencidos de sus ideales pero también querían estar al día sobre los nuevos sonidos y las tendencias musicales más actuales (de estos, aquí en España hay más bien pocos, pero la mayoría de ellos tienen que ver con la ciber-revista Eonmagazine). Otros eran treintañeros simpatizantes del movimiento hippie, vegetarianos, conscientes de los problemas de su entorno. Personas con un sentido espiritual profundo, afines a todo lo relacionado con las experiencias psiquedélicas que reconocían en el techno su capacidad para llevar al trance, su conexión con sonidos y bailes ancestrales pero que no acaban de coincidir con el espíritu únicamente lúdico y un poco descerebrado de los habituales a las raves.

(3)Término sacado del libro de David Brooks “Bobos in Paradise” (Simon and Shuster, 2001)

(4) A primera vista podían parecer los pijos de toda la vida. Y en realidad lo son, pero con matices. Los pijos de siempre son reproducciones casi de sus padres e incluso sus abuelos exactas (en todos los sentidos porque ya se sabe que en esas clases sociales la gente mantiene la misma piel tenga la edad que tenga), pero los Burgueses Chic tienen un matiz especial que los diferencia de los otros: están al tanto de las nuevas tendencias y las siguen con una fidelidad casi mística. Es decir, un pijo pijo seguirá haciéndose la ropa con el sastre de su padre, comprando las joyas en la joyería de prestigio de “toda la vida” tipo Sanz o Durán o comprará los trajes de cóctel (ella) en la boutique donde ya conocen a mamá. En cambio, los burgueses chic mantienen algunas de esas costumbres propias de su clase social (alta) pero introducen innovaciones dentro del clasicismo que les hace sentirse casi revolucionarios. En esta tribu, que quizá sería más exacto definir como “Nueva Clase Social” (igual que los Bohemios Burgueses), hay diversos subgrupos que irían desde el burgués chic más tradicional al más revolucionario (dentro de un orden, claro).

Los más “modernos” corresponden al estereotipo que tenemos de la mano de, por ejemplo, Gwyneth Paltrow o, en España, Rosario Nadal y familia. Treintañeros de familia bien que, por ejemplo, a la hora de decorar la casa, combinan muebles magníficos heredados de sus padres (de estilo inglés o Imperio) con piezas Art Nouveau o Decó y otras (auténticas) de diseño de los 50 o 60. Todo bueno, nada de imitaciones pero, eso sí, que se note a todas horas su cultura y sus conocimientos en decoración, historia, arte, literatura y últimas tendencias. El arquetipo lo formarían esos personajes famosos que salen en las revistas, pero la gran mayoría de los burgueses chic son seres anónimos que quizá no lleguen a ese nivel adquisitivo pero que, en sus maneras, tienen bastante que ver con la Nadal, la Paltrow o la siempre impecable Ana García Siñeriz. En cualquier caso, esa vertiente más moderna e interesada por el diseño de última hora o de la segunda mitad del siglo pasado se da más en el extranjero donde, entre otras cosas, se han desarrollado de una manera más clara las vanguardias en ese terreno artístico. De hecho los burgueses chic en Bélgica (cuna de grandes diseñadores de ropa carísimos pero muy modernos, que tienen en común sus nombres imposibles de pronunciar), en Holanda (donde los diseños del maestro Ritkveld llenan los salones de los burgueses chic de allí) o en Alemania (cuna de la Bauhaus) los burgueses chic que predominan son los de la vertiente más moderna porque los que se han quedado anclados en las costumbres de sus antepasados más próximos son, directamente, sin matices, burgueses.
Pero ya se sabe que Spain is different (y bastante conservadora, no sólo ideológicamente) y aquí el nivel de exigencia de “modernidad” para engrosar las filas de los burgueses chic y no quedarse en burgués a secas tiene que ser más bajo. Así que la mayoría de los miembros de esta tribu se parecen más a Nuria Roca, Anne Igartiburu, la pareja Ponte-Gómez Acebo o Alvaro de Marichalar (su hermano el Duque de Lugo es demasiado convencional como para entrar en esta tribu, lo sentimos).

(5) Las lalys son fácilmente reconocibles. Después de observarlas durante años, detenidamente, en el festival de Benicássim, en bares como el Maravillas (ahora Nasti) o por las calles de Malasaña (paseando, jamás haciendo botellón) me di cuenta de a quién me recordaban: a Laly Soldevilla. Ese corte de pelo a lo chico; esas faldas que sólo puede ponerse una fashion victim (las lalys lo son), la propia Laly Soldevilla o alguna monja de paisano; esas merceditas… toda laly que se precie es, en sí misma, un homenaje a esta actriz que, además, aparece en la portada de uno de los discos de uno de los grupos favoritos de las lalys: Alpino.

El aspecto general es una especie de revival de los sesenta y principios de los setenta, pero recuperando el lado más tradicional, más burgués de la época (para entendernos, se rescataría el look de Ana Duato en “Cuéntame”, más que el de su hija). Faldas evasé, camisas de nylon con grandes cuellos, nikis lacoste, el pelo (siempre corto o media melena con raya a un lado) recogido con una horquilla de clip. La indumentaria de las chicas “buenas” de aquella época.

Esa sería la estética laly más ortodoxa, quizá la más cercana (con ideología más bien conservadora incluida) a los mods. Pero, como en todas estas nuevas tribus, hay diversas derivaciones que tienen como raíz a las lalys pero mezclan otros estilos. Una a destacar es la vertiente más “fashion”, la que radicaliza hasta el extremo la estética de colegiala (por ejemplo) dejando a un lado las connotaciones pacatas de las lalys más recalcitrantes o las adictas a revistas como A Barna o Punto H que aunque sigan frecuentando los mismos bares de las lalys primigenias y compartan gustos musicales, llevan una imagen más sofisticada, normalmente compuesta por ropa “vintage” de diseños auténticos de los sesenta de los grandes diseñadores de la burguesía de la época (Pucci, Gucci o, el “must”: Balenciaga, llegando a protagonizar escenas tan ridículas como la de llevar unas “mules” de tacón de 14 centímetros para ir al festival de Benicassim y pasearse entre el barrizal de excrementos y el polvo del recinto) o de jóvenes diseñadores que denotan una enfermiza obsesión por la estética de Heidi, como La Casita de Wendy.

Y aunque la estética es esencial para entender a las lalys la música también lo es. Los grupos favoritos de esta tribu graban o al menos comenzaron su carrera grabando en compañías independientes. Los grandes ídolos son artistas que coinciden en tener una actitud de inocencia impostada (normalmente con cantante femenina al frente en plan Lolita un poco pasada de años) que a veces se combina con una supuesta actitud pijo-punk. Los nombres suelen coincidir con esos conceptos y suelen tener que ver con objetos pop de la infancia: Alpino, Meteosat (estos ya disueltos), La casa Azul, La pequeña Suiza, Los Fresones Rebeldes o La Monja Enana.

(6) La mayoría de los miembros de esta nueva tribu urbana (quizá la más heterogénea y menos definible de todas) podrían definirse como “chicos malos de casa bien”, un arquetipo que no es exclusivo de esta época pero que quizá ahora es cuando se ha extendido con más fuerza y cuando ha tomado una identidad estética y cultural que no tenía hace, pongamos, cuarenta años.

El chico dickies prototipo respondería sin fallar ni una a la sarta de tópicos negativos que los mayores de 45 años recitan cada vez que hablan de la juventud de ahora. El nombre les viene dado por la marca de ropa norteamericana (Dickies), una firma que, como las botas Doctor Martens que sirvieron en los 80 de uniforme para punkies y skin heads, se dedicaba en su momento a la ropa de uniformes de trabajo y de ropa para fábricas y que los skaters y los pijos rebeldes han tomado con insignia de su look arreglado pero informal. Camisas de trabajador de gasolinera o de fábrica (incluso con algún parche de la empresa de donde se supone que viene la camisa, tipo Zanussi, Philips…) , cazadoras como las de los operarios de correos norteamericanos, pantalones cargo y zapatos de cordones o deportivas Converse, que aquí las marcas siguen siendo muy importantes.


Bibliografía

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· Mead, Margaret (1971)  Granica editor, Buenos Aires, Argentina.
· Martin Criado, Enrique (1998) Producir la Juventud. Ediciones Istmo, Madrid, España.

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