El sexo de la cultura
¿Tiene sexo la creatividad? O más concretamente: a las mujeres, en el arte y en la cultura, ¿se las reconoce por sus méritos o hay algún tipo de discriminación, de prejuicio…?
¿Qué significa que "el cine es de las mujeres" o "los libros son cosa de mujeres"? Curiosamente, esos y otros titulares se publican sin ir acompañados de una sola cifra. Cuando la hay, como en "el 80% de los lectores son lectoras", no cita fuente… y hace bien, porque los datos lo desmienten. Lo cierto, según la última Encuesta de hábitos de consumo cultural del Ministerio de Cultura, es que el consumo cultural está bastante equilibrado: leen regularmente el 57% de las españolas frente al 48% de los hombres, van al teatro el 21% de ellas y el 17% de ellos, al cine el 50% de ellas y el 54% de los varones…
Nada parecido entre los gestores. Cierto que hay muchas mujeres entre galeristas de arte y agentes literarios (en este caso –y es un ejemplo que todos citan–, ellas son casi el 100%), tal vez por tratarse de profesiones relativamente nuevas. También abundan las jefas de prensa, subdirectoras, coordinadoras…, algo que Victoria Combalía (historiadora y crítica de arte) atribuye a que se trata de tareas "más fatigosas y menos pagadas". En cambio, las empresas de envergadura (dirección de cine y de teatro, museos, orquestas…) están, casi sin excepción, en manos masculinas.
Pasemos ahora a las creadoras. ¿Hay tantas como creadores? La novelista Belén Gopegui contesta con sarcasmo: "Desde luego, basta con ver los catálogos de las –si quedan– editoriales de prestigio, las listas de los premios no comerciales, las nóminas de los suplementos culturales". Y otra escritora, Cristina Peri Rossi, concreta: "De los libros que se publican en España, sólo un 20% o 25% están escritos por mujeres." En artes plásticas, "hay muchas menos mujeres que hombres", asegura Combalía, y lo corrobora un estudio de la Associació d'Artistes Visuals: de los 1.500 residentes en Catalunya, son mujeres el 29%. En música, salvo solistas de algunos instrumentos (piano, flauta), los varones predominan, sobre todo en composición (12% de mujeres) y dirección orquestal (6%). En artes escénicas, tres cuartos de lo mismo: "Lo que hay es mucha secretaria", ironiza la actriz Imma Colomer. Según datos recopilados por el Projecte Vaca que ella dirige, hay más varones en todas las profesiones de ese campo –actores, dramaturgos, directores, escenógrafos– con la única excepción de los bailarines. En cine, "somos muy pocas y siempre las mismas", se queja la directora Inés París, y un estudio dirigido por Fátima Arranz, de la Universidad Complutense, concreta cifras: de las películas españolas estrenadas entre el 2000 y el 2006, sólo un 7% han sido dirigidas por mujeres…
En síntesis, parece que las mujeres son la mitad o poco más de los consumidores de cultura, mucho menos de la mitad de los artistas (10% de cineastas, 20% de escritores, 30% de artistas plásticos, en números redondos), y casi inexistentes en aquellos puestos, creativos o de gestión, que conllevan más poder, visibilidad y presupuesto: directores de cine, de orquesta, de festivales, de productoras de cine, de cadenas de televisión… Pero esta regla, según la cual las mujeres se abren hueco en actividades autónomas, baratas y solitarias, como escribir o pintar, se incumple en muchos casos… en detrimento de ellas: así, contra pronóstico, hay mayoría masculina entre compositores y dramaturgos (quizá porque ambas profesiones, aunque se ejerzan en privado, desembocan en el espacio público, el abultado presupuesto y el trabajo de equipo), y cosa a primera vista más sorprendente: son varones la inmensa mayoría de críticos de casi cualquier área (excepto, quizá, artes plásticas).
Inercia y prejuicios
Pasemos ahora a las creadoras. ¿Hay tantas como creadores? La novelista Belén Gopegui contesta con sarcasmo: "Desde luego, basta con ver los catálogos de las –si quedan– editoriales de prestigio, las listas de los premios no comerciales, las nóminas de los suplementos culturales". Y otra escritora, Cristina Peri Rossi, concreta: "De los libros que se publican en España, sólo un 20% o 25% están escritos por mujeres." En artes plásticas, "hay muchas menos mujeres que hombres", asegura Combalía, y lo corrobora un estudio de la Associació d'Artistes Visuals: de los 1.500 residentes en Catalunya, son mujeres el 29%. En música, salvo solistas de algunos instrumentos (piano, flauta), los varones predominan, sobre todo en composición (12% de mujeres) y dirección orquestal (6%). En artes escénicas, tres cuartos de lo mismo: "Lo que hay es mucha secretaria", ironiza la actriz Imma Colomer. Según datos recopilados por el Projecte Vaca que ella dirige, hay más varones en todas las profesiones de ese campo –actores, dramaturgos, directores, escenógrafos– con la única excepción de los bailarines. En cine, "somos muy pocas y siempre las mismas", se queja la directora Inés París, y un estudio dirigido por Fátima Arranz, de la Universidad Complutense, concreta cifras: de las películas españolas estrenadas entre el 2000 y el 2006, sólo un 7% han sido dirigidas por mujeres…
En síntesis, parece que las mujeres son la mitad o poco más de los consumidores de cultura, mucho menos de la mitad de los artistas (10% de cineastas, 20% de escritores, 30% de artistas plásticos, en números redondos), y casi inexistentes en aquellos puestos, creativos o de gestión, que conllevan más poder, visibilidad y presupuesto: directores de cine, de orquesta, de festivales, de productoras de cine, de cadenas de televisión… Pero esta regla, según la cual las mujeres se abren hueco en actividades autónomas, baratas y solitarias, como escribir o pintar, se incumple en muchos casos… en detrimento de ellas: así, contra pronóstico, hay mayoría masculina entre compositores y dramaturgos (quizá porque ambas profesiones, aunque se ejerzan en privado, desembocan en el espacio público, el abultado presupuesto y el trabajo de equipo), y cosa a primera vista más sorprendente: son varones la inmensa mayoría de críticos de casi cualquier área (excepto, quizá, artes plásticas).
Inercia y prejuicios
Cuál sea la causa de la desigualdad es algo que no suscita demasiadas controversias. "La inercia machista" (Margarita Borja). "La norma no escrita por la que se reconoce siempre lo masculino y los varones como de mayor valor" (Fátima Arranz). "El prejuicio inconsciente de que las mujeres no piensan igual que los varones y por tanto piensan mal", corrobora Marisa Manchado. Inercia, machismo, prejuicios… pero ¿operan igual en uno y otro sexo? "Los espacios de poder siguen reservándose para los hombres y cuesta dejar el mando", sugiere Imma Colomer. "Todo el mundo pretende estar libre de prejuicios, pero una cosa es lo que decimos públicamente y otra lo que pensamos o incluso lo que decimos entre hombres", confiesa el crítico literario de este periódico Juan Antonio Masoliver. Y Belén Gopegui apunta con ironía: "Siempre que un grupo social conquista el poder procura inmediatamente compartirlo, los banqueros ceden el control de sus bancos a obreros y parados, etcétera, y esto es lo que ha ocurrido con el patriarcado". ¿Y las mujeres? "Llevo años en la universidad –explica el crítico de arte Fernando Castro Flórez–, y veo pasar generaciones enteras en las que las mujeres suelen tener mejores expedientes y demuestran una vocación y capacidad de trabajo extraordinaria. Luego, hombres de manifiesta mediocridad se encaraman a los puestos de máximo poder y muchas de aquellas mujeres, supongo que decepcionadas hasta límites innombrables, abandonan la especialización en que tantas esperanzas habían depositado."
Todo ello se confabula para hacer que el techo de cristal sea "como mínimo de duralex", ironiza Fátima Arranz. La cuestión, claro, es saber si las cosas están cambiando. Algunos ven el vaso medio vacío, otros medio lleno: "Se percibe una evolución pero a un ritmo claramente más lento del que sería lógico esperar", opina el compositor José Luis Turina. "Las cosas evolucionan. No muy deprisa pero ostensiblemente", dice el crítico musical Arturo Reverter. "Estamos en el buen camino", afirma Colomer… No es esta la opinión de Fernando Castro: "Las cosas están evolucionando… a peor. La impresión que tengo es que estamos en un momento regresivo. El feminismo está, popularmente, caricaturizado. Incluso entre las generaciones más jóvenes se advierte un repunte de la mentalidad retrógrada."
No es sólo cuestión de cifras. "Se pone demasiado énfasis en el acceso y el número en detrimento de la visibilidad", opina la musicóloga Susan Campos, fundadora del Portal de Compositoras. "No creo que en el mundo del arte se pueda hablar de igualdad o desigualdad en términos cuantitativos. Sí podemos hablar de oportunidades, de prestigio, de reconocimiento", explica Anna Caballé. "La cotización de las artistas es inferior, a las mujeres no se les reconoce casi ningún mérito hasta que están muy mayores", dice Combalía; y la escritora Carme Riera: "Tenemos que estar demostrando continuamente que no somos floreros ni cuota". ¿Ejemplos concretos? Todas tienen su anécdota, como la que cuenta Peri Rossi: "Una vez, en Berlín, el bueno de Juan Rulfo, en un congreso, fue a escucharnos a Elena Poniatowska y a mí diciendo, afablemente: "Ahora vamos a escuchar a las nenas"". Anécdotas aparte, lo más preocupante es que el futuro lo construyen, imperceptiblemente, unas academias, una crítica literaria, unos espaldarazos institucionales (como el premio Cervantes o los Nacionales), libros de texto y programas universitarios, de los que están ausentes las mujeres y el afán de igualdad. "Para las escritoras es más difícil entrar a formar parte del canon y de las academias, como la RAE, con una sola escritora –Matute–, o el Institut d'Estudis Catalans", observa Riera. "Me asombra, me pasma y me azora que la crítica literaria sea un reducto casi exclusivo de los hombres", dice Peri Rossi, y añade: "Mientras el canon esté en manos de críticos varones, dudo mucho que se reconozca con inteligencia y generosidad la obra de algunas escritoras." Todo lo cual se refleja, y eso es seguramente lo peor, en los manuales escolares. "Mi hijo de 14 años estudia literatura en la ESO y en el libro de lecturas que manejan no figura una sola escritora. Sólo varones. ¿Cómo pueden formarse las niñas de su curso que quieran ser escritoras? Están aprendiendo en un modelo que no las incluye, ni se interesa por ellas formativamente, ni por considerar otra mirada sobre el mundo que la masculina. ¿Qué ejemplo es ese?" Pues sí que vamos bien…
Positivar la crisis
La solución a la actual crisis económica no puede ser sólo económica. La situación responde a un complejo entramado que nos remite, en el fondo, a una crisis de percepción. Y no podemos seguir obviando su dimensión ecológica y psicológica. Estamos ante un rito de paso, que quizás nos conduzca a una sociedad más sana, sabia y ecológica
Imaginemos que en este año internacional de la Astronomía se produjera en pleno día un eclipse de sol que nadie hubiera previsto. No bastaría con dar un tirón de orejas a los profesionales de la astronomía. Sería evidente que la teoría astronómica requiere un cambio de paradigma, como el que en su día introdujeron Copérnico, Kepler y Galileo en la cosmología medieval. En vez de remendar la vieja teoría astronómica con más epiciclos, deferentes y excéntricas, habría que transformarla por completo.
En 1989 se dijo que todos los politólogos tendrían que dimitir por no haber previsto ninguno la inminente caída del muro de Berlín. También se ha dicho ahora que los grandes profesionales de la economía deberían dimitir por no haber previsto la magnitud de la crisis global en la que hemos entrado. Aparte de Nouriel Roubini (tachado de excéntrico y apocalíptico) ningún economista convencional la vio venir a tiempo. Lo reconoce incluso Paul Krugman, el reciente Nobel de Economía. No menos grave que la crisis del sistema económico es el colapso de las teorías económicas convencionales, que se han visto completamente desbordadas por la realidad. Las caras largas del último encuentro de Davos no sólo tienen que ver con el deterioro de la economía. Tienen mucho que ver con el hecho de que los mapas que usábamos ya no sirven. Los dioses que adorábamos resultaron ser falsos. Aunque nos empeñemos, por inercia, en seguir dando crédito a los mismos métodos y a los mismos expertos.
Un periodista del Corriere della Sera, Federico Fubini, hizo este año en Davos una encuesta a directores de bancos centrales y otras figuras clave del sistema financiero global. Les preguntó si creen que han hecho algo a lo largo de su vida "que pueda haber contribuido, aunque sea mínimamente, a la crisis financiera". No, respondió sin titubeos el 63,5 por ciento. David Rubinstein, cofundador y director ejecutivo del Carlyle Group, comentó irónicamente: "Creí que el cien por cien diría que no tiene nada que ver". Al fin y al cabo, es habitual que quienes se aferran a un paradigma obsoleto no se den cuenta de su propia responsabilidad o de lo que hay ante sus ojos. Tampoco los teólogos de hace cuatro siglos veían nada cuando miraban a través del telescopio de Galileo. Hay una burbuja mucho más antigua y mucho mayor que la burbuja bursátil y la burbuja inmobiliaria. Es la burbuja epistemológica: la burbuja en la que flota la visión economicista del mundo, la creencia en la economía como un sistema puramente cuantificable, abstracto y autosuficiente, independiente tanto de la biosfera que la alberga como de las inquietudes humanas que la nutren. En este sentido, la crisis del sistema económico tiene su origen en una crisis de percepción. La economía ecológica de Joan Martínez Alier y la psiconomía de Àlex Rovira son lentes correctoras de ambos tipos de miopía. La solución a la crisis económica no puede ser sólo económica.
Hoy se habla de volver a Keynes. Pero hace setenta años Keynes ya criticaba que todo se reduzca a valores económicos: "Destrozamos la belleza de los campos porque los esplendores no explotados de la naturaleza no tienen valor económico. Seríamos capaces de apagar el sol y las estrellas porque no nos dan dividendos". En sus últimos años Keynes señaló a un joven economista alemán como el más indicado para continuar su legado. Se trataba de E.F. Schumacher, que en los años setenta publicaría un libro de referencia de la economía ecológica, Lo pequeño es hermoso, en el que criticaba la obsesión moderna por el gigantismo y la aceleración y proponía algo insólito: "Una economía como si la gente tuviera importancia". Schumacher sabía que las teorías económicas se basan en una determinada visión del mundo y de la naturaleza humana. Y todavía hoy, en el siglo XXI, pese a la física cuántica y la psicología transpersonal, la economía imperante se basa en una ontología decimonónica: ve el mundo como una suma aleatoria de objetos inertes y cuantificables, es reduccionista y fragmentadora y tiende a oponer a los seres humanos entre sí y contra la naturaleza. Schumacher ya diagnosticó en 1973 que "la economía moderna se mueve por una locura de ambición insaciable y se recrea en una orgía de envidia, y ello da lugar precisamente a su éxito expansionista". Y añadió que hoy la humanidad "es demasiado inteligente para ser capaz de sobrevivir sin sabiduría".
No pocos bioeconomistas y economistas ecológicos, conscientes de que el crecimiento económico se había convertido en una carrera contra la geología, contra la biosfera y contra el sentido común, veían venir esta crisis desde que se aceleró la globalización. Otros parecen haberla intuido mucho antes. El economista suizo Hans Christoph Biswanger analizó en Dinero y magia la segunda parte del Fausto de Goethe como una crítica premonitoria de la fáustica economía moderna. El dinero (nuestro símbolo favorito de inmortalidad) se vuelve adictivo y el individuo entrega su alma por él. En el cuarto acto Fausto define así su deseo más profundo: "¡Obtendré posesiones y riquezas!" (y anticipando nuestra sociedad hiperactiva añade: "La acción lo es todo"). La alquimia ha sido sustituida por la especulación financiera: se trata de crear oro artificial que a partir de la nada pueda multiplicarse sin límites.
Goethe aparte, hoy sabemos que nuestro rumbo no es sostenible a escala económica, energética, ecológica o psicológica. Mientras la economía crecía creíamos poder ignorar el incremento de las desigualdades y el deterioro ecológico, o soñar que serían resueltos por la bonanza económica. Ahora ya no. La burbuja epistemológica empieza a desvanecerse: el mundo real existe y llama con fuerza a nuestras puertas, por ejemplo en forma de imprevisibles cambios climáticos y de escasez de materias primas. Las crisis interrelacionadas del mundo de hoy nos sitúan, a escala planetaria y a escala personal, ante un rito de paso sin precedentes. Nuestra sociedad tiene mucho de rebelión e hiperactividad adolescentes: rebelión contra la biosfera que nos sustenta y contra un cosmos en el que nos sentimos como extraños, hiperactividad en el consumismo y en la aceleración que nos lleva a posponer la plenitud a un futuro que nunca llega. La crisis como rito de paso nos desafía a alcanzar una madurez sostenible y serena que redescubra el regalo de la existencia en el aquí y ahora.
Realidad, ilusión
Hace ahora cuatro siglos, en el año 9 del siglo XVII, Kepler publicó su Astronomia nova y Galileo empezó a explorar los cielos con su telescopio. Ambos sentaron las bases de una astronomía que sabe predecir con precisión los movimientos planetarios. Pero el método se llevó a un extremo, identificando el mundo con un libro escrito en lenguaje matemático y reduciendo la realidad a lo que es cuantificable. De modo que los colores, olores, sabores, toda apreciación de sentido o de belleza y todo lo que constituye nuestra experiencia inmediata del mundo serían sólo ilusiones. La geometrización del mundo nos ha brindado un enorme poder, sin duda. Pero hemos acabado reduciéndolo todo a códigos de barras, cifras, estadísticas y redes de abstracciones. Como las que rigen la economía, cada vez más ajenas a la experiencia concreta de tierras y gentes. Ajenas, incluso, a sus propias crisis.
La palabra crisis viene del griego krinein (decidir, distinguir, escoger), raíz también de crítica y criterio. Durante las crisis resulta decisivo saber usar nuestro mejor criterio. Uno de los significados de krisis en griego era el momento decisivo en el curso de una enfermedad, cuando la situación súbitamente mejora o empeora. Este sentido médico es el sentido principal que crisis tuvo en latín y en la mayoría de lenguas europeas hasta el siglo XVII, y sigue siendo el primero que da el Diccionario de la Real Academia (hay que esperar al siglo XVIII para que surja en francés el sentido político de crisis, aplicando metafóricamente al cuerpo social lo que era propio del cuerpo humano). Durante siglos se ha hablado con toda naturalidad de la buena crisis que conduce a la curación del enfermo. Joan Coromines recoge algún ejemplo del siglo XVII: "Lo malalt ha tingut una bona crisa". En este sentido, una crisis es una oportunidad. O una especie de viaje por los espacios que analiza la teoría del caos, en los que una pequeña fluctuación puede dar lugar a desarrollos sorprendentes y duraderos. Lo único que está claro en un momento de crisis es que las cosas no seguirán igual.
Los años venideros están llamados a ser un rito de paso para la humanidad y la Tierra, un tiempo crucial en el largo caminar de la evolución humana. Podemos imaginar que participaremos en transformaciones radicales y muy diversas, en amaneceres sorprendentes y crepúsculos intensos, y que el colapso de las estructuras materiales e ideológicas con las que habíamos intentado dominar el mundo abrirá espacios para la aparición de nuevas formas de plenitud.
En este rito de paso del final de la modernidad una mala crisis nos conduciría a extender la sed de control, la colonización de la naturaleza y de los demás y nuestro propio desarraigo. Una buena crisis, en cambio, nos conducirá a una cultura transmoderna, en la que una economía reintegrada en los ciclos naturales esté al servicio de las personas y de la sociedad, en la que la existencia gire en torno al crear y celebrar en vez del competir y consumir, y en la que la conciencia humana no se vea como un epifenómeno de un mundo inerte, sino como un atributo esencial de una realidad viva e inteligente en la que participamos a fondo. Si en nuestro rito de paso conseguimos avanzar hacia una sociedad más sana, sabia y ecológica y hacia un mundo más lleno de sentido, habremos vivido una buena crisis.
Buena crisis y buena suerte.
Un periodista del Corriere della Sera, Federico Fubini, hizo este año en Davos una encuesta a directores de bancos centrales y otras figuras clave del sistema financiero global. Les preguntó si creen que han hecho algo a lo largo de su vida "que pueda haber contribuido, aunque sea mínimamente, a la crisis financiera". No, respondió sin titubeos el 63,5 por ciento. David Rubinstein, cofundador y director ejecutivo del Carlyle Group, comentó irónicamente: "Creí que el cien por cien diría que no tiene nada que ver". Al fin y al cabo, es habitual que quienes se aferran a un paradigma obsoleto no se den cuenta de su propia responsabilidad o de lo que hay ante sus ojos. Tampoco los teólogos de hace cuatro siglos veían nada cuando miraban a través del telescopio de Galileo. Hay una burbuja mucho más antigua y mucho mayor que la burbuja bursátil y la burbuja inmobiliaria. Es la burbuja epistemológica: la burbuja en la que flota la visión economicista del mundo, la creencia en la economía como un sistema puramente cuantificable, abstracto y autosuficiente, independiente tanto de la biosfera que la alberga como de las inquietudes humanas que la nutren. En este sentido, la crisis del sistema económico tiene su origen en una crisis de percepción. La economía ecológica de Joan Martínez Alier y la psiconomía de Àlex Rovira son lentes correctoras de ambos tipos de miopía. La solución a la crisis económica no puede ser sólo económica.
Hoy se habla de volver a Keynes. Pero hace setenta años Keynes ya criticaba que todo se reduzca a valores económicos: "Destrozamos la belleza de los campos porque los esplendores no explotados de la naturaleza no tienen valor económico. Seríamos capaces de apagar el sol y las estrellas porque no nos dan dividendos". En sus últimos años Keynes señaló a un joven economista alemán como el más indicado para continuar su legado. Se trataba de E.F. Schumacher, que en los años setenta publicaría un libro de referencia de la economía ecológica, Lo pequeño es hermoso, en el que criticaba la obsesión moderna por el gigantismo y la aceleración y proponía algo insólito: "Una economía como si la gente tuviera importancia". Schumacher sabía que las teorías económicas se basan en una determinada visión del mundo y de la naturaleza humana. Y todavía hoy, en el siglo XXI, pese a la física cuántica y la psicología transpersonal, la economía imperante se basa en una ontología decimonónica: ve el mundo como una suma aleatoria de objetos inertes y cuantificables, es reduccionista y fragmentadora y tiende a oponer a los seres humanos entre sí y contra la naturaleza. Schumacher ya diagnosticó en 1973 que "la economía moderna se mueve por una locura de ambición insaciable y se recrea en una orgía de envidia, y ello da lugar precisamente a su éxito expansionista". Y añadió que hoy la humanidad "es demasiado inteligente para ser capaz de sobrevivir sin sabiduría".
No pocos bioeconomistas y economistas ecológicos, conscientes de que el crecimiento económico se había convertido en una carrera contra la geología, contra la biosfera y contra el sentido común, veían venir esta crisis desde que se aceleró la globalización. Otros parecen haberla intuido mucho antes. El economista suizo Hans Christoph Biswanger analizó en Dinero y magia la segunda parte del Fausto de Goethe como una crítica premonitoria de la fáustica economía moderna. El dinero (nuestro símbolo favorito de inmortalidad) se vuelve adictivo y el individuo entrega su alma por él. En el cuarto acto Fausto define así su deseo más profundo: "¡Obtendré posesiones y riquezas!" (y anticipando nuestra sociedad hiperactiva añade: "La acción lo es todo"). La alquimia ha sido sustituida por la especulación financiera: se trata de crear oro artificial que a partir de la nada pueda multiplicarse sin límites.
Goethe aparte, hoy sabemos que nuestro rumbo no es sostenible a escala económica, energética, ecológica o psicológica. Mientras la economía crecía creíamos poder ignorar el incremento de las desigualdades y el deterioro ecológico, o soñar que serían resueltos por la bonanza económica. Ahora ya no. La burbuja epistemológica empieza a desvanecerse: el mundo real existe y llama con fuerza a nuestras puertas, por ejemplo en forma de imprevisibles cambios climáticos y de escasez de materias primas. Las crisis interrelacionadas del mundo de hoy nos sitúan, a escala planetaria y a escala personal, ante un rito de paso sin precedentes. Nuestra sociedad tiene mucho de rebelión e hiperactividad adolescentes: rebelión contra la biosfera que nos sustenta y contra un cosmos en el que nos sentimos como extraños, hiperactividad en el consumismo y en la aceleración que nos lleva a posponer la plenitud a un futuro que nunca llega. La crisis como rito de paso nos desafía a alcanzar una madurez sostenible y serena que redescubra el regalo de la existencia en el aquí y ahora.
Realidad, ilusión
Hace ahora cuatro siglos, en el año 9 del siglo XVII, Kepler publicó su Astronomia nova y Galileo empezó a explorar los cielos con su telescopio. Ambos sentaron las bases de una astronomía que sabe predecir con precisión los movimientos planetarios. Pero el método se llevó a un extremo, identificando el mundo con un libro escrito en lenguaje matemático y reduciendo la realidad a lo que es cuantificable. De modo que los colores, olores, sabores, toda apreciación de sentido o de belleza y todo lo que constituye nuestra experiencia inmediata del mundo serían sólo ilusiones. La geometrización del mundo nos ha brindado un enorme poder, sin duda. Pero hemos acabado reduciéndolo todo a códigos de barras, cifras, estadísticas y redes de abstracciones. Como las que rigen la economía, cada vez más ajenas a la experiencia concreta de tierras y gentes. Ajenas, incluso, a sus propias crisis.
La palabra crisis viene del griego krinein (decidir, distinguir, escoger), raíz también de crítica y criterio. Durante las crisis resulta decisivo saber usar nuestro mejor criterio. Uno de los significados de krisis en griego era el momento decisivo en el curso de una enfermedad, cuando la situación súbitamente mejora o empeora. Este sentido médico es el sentido principal que crisis tuvo en latín y en la mayoría de lenguas europeas hasta el siglo XVII, y sigue siendo el primero que da el Diccionario de la Real Academia (hay que esperar al siglo XVIII para que surja en francés el sentido político de crisis, aplicando metafóricamente al cuerpo social lo que era propio del cuerpo humano). Durante siglos se ha hablado con toda naturalidad de la buena crisis que conduce a la curación del enfermo. Joan Coromines recoge algún ejemplo del siglo XVII: "Lo malalt ha tingut una bona crisa". En este sentido, una crisis es una oportunidad. O una especie de viaje por los espacios que analiza la teoría del caos, en los que una pequeña fluctuación puede dar lugar a desarrollos sorprendentes y duraderos. Lo único que está claro en un momento de crisis es que las cosas no seguirán igual.
Los años venideros están llamados a ser un rito de paso para la humanidad y la Tierra, un tiempo crucial en el largo caminar de la evolución humana. Podemos imaginar que participaremos en transformaciones radicales y muy diversas, en amaneceres sorprendentes y crepúsculos intensos, y que el colapso de las estructuras materiales e ideológicas con las que habíamos intentado dominar el mundo abrirá espacios para la aparición de nuevas formas de plenitud.
En este rito de paso del final de la modernidad una mala crisis nos conduciría a extender la sed de control, la colonización de la naturaleza y de los demás y nuestro propio desarraigo. Una buena crisis, en cambio, nos conducirá a una cultura transmoderna, en la que una economía reintegrada en los ciclos naturales esté al servicio de las personas y de la sociedad, en la que la existencia gire en torno al crear y celebrar en vez del competir y consumir, y en la que la conciencia humana no se vea como un epifenómeno de un mundo inerte, sino como un atributo esencial de una realidad viva e inteligente en la que participamos a fondo. Si en nuestro rito de paso conseguimos avanzar hacia una sociedad más sana, sabia y ecológica y hacia un mundo más lleno de sentido, habremos vivido una buena crisis.
Buena crisis y buena suerte.