lunes, 1 de noviembre de 2010

La generación del BÚNKER

LA VANGURADIA 28-10-2010


Alicia Rodríguez/ Celeste López

A finales de los 90 se detectaron los primeros casos en Japón, aunque no fue hasta que arrancó el siglo XXI cuando saltaron las alarmas. Jóvenes veinteañeros – en su inmensa mayoría chicos-habían hecho de la habitación su mundo, del que apenas si salían para comer, ante la mirada atónita de unos padres a los que casi no dirigían la palabra y con la única compañía de un ordenador. Fue entonces cuando los expertos empezaron a apuntar los riesgos de que los menores dispusieran de conexión a internet en sus dormitorios. Aún teniendo en cuenta las grandes diferencias con el fenómeno japonés, muchas voces alertan sobre las consecuencias de que niños y adolescentes pasen su tiempo en familia solos entre cuatro paredes; entre ellas, ausencia de comunicación entre hijos y padres.

Una advertencia de mayor calado si se tiene en cuenta que los pequeños acceden a las tecnologías de la información cada vez a edades más tempranas.

Pero, pese a las advertencias, la realidad es que en la actualidad cuatro de cada diez menores españoles aseguran que se conectan a la red desde su habitación. En toda Europa, la media es aún más alta hasta rozar el 50% de los niños y adolescentes entre 9 y 16 años. Así lo indica el reciente estudio de la Comisión Europea Riesgos y seguridad en internet: la perspectiva de los menores europeos,en el que han participado más de 23.000 chicos y chicas usuarios de internet de 23 países europeos.

Los especialistas se sorprenden al comprobar cómo no se aplican en la práctica las medidas “de sentido común” que pueden contribuir a minimizar los riesgos que acarrea internet. Porque insisten en que, aparte de los innegables beneficios que comporta la red, no hay que obviar que puede ser una plataforma para acceder a imágenes sexuales, enviar o recibir mensajes de tipo sexual, sufrir acoso o quedar con desconocidos.
Jesús de la Gándara, jefe de la Unidad de Psiquiatría del Complejo Asistencial de Burgos, defiende que es un error atribuir la falta de control y comunicación parental, materializada en el denominado síndrome de la puerta cerrada, al uso de las nuevas tecnologías. “No podemos echar la culpa a internet. El niño que se pasa las horas solo en su habitación navegando o jugando on line ¿por qué lo hace? Les compramos un ordenador por Navidad y luego les dices que no lo use”, comenta.

En su opinión, lo importante es que “los sanitarios, los padres, estén al tanto de lo que le ocurre a los niños para que se puedan detectar cuanto antes comportamientos peligrosos, porque el uso inadecuado, excesivo y problemático de internet suele ir asociado a patrones patológicos de depresión, fobias, aislamiento”.

La encuesta de la Comisión Europea revela que hasta el 41% de los menores españoles de 11 a 16 años afirma “haber experimentado una o más formas de uso excesivo de internet”, frente al 30% de media entre los europeos de esa misma edad.

Para Jorge Flores Fernández, fundador de Pantallas Amigas, una iniciativa para la promoción del uso seguro de las nuevas tecnologías en la infancia y la adolescencia, los padres han accedido a instalar el ordenador en la habitación principalmente por “dejadez”. “A día de hoy no han tomado conciencia clara de lo que esto significa, de los riesgos que conlleva no saber qué uso hacen los chavales del ordenador, de las horas que pasan frente a él, de cómo poco a poco la comunicación entre ellos se va enfriando. ¡Ya es complicado mantener una buena comunicación con los adolescentes cómo para encima poner tabiques de por medio!”, señala. Flores siente un “cierto desanimo” al comprobar cómo cae en saco roto el mensaje que desde hace años lanzan distintos organismos y asociaciones pidiendo a los padres que instalen los ordenadores en las zonas comunes y no en las habitaciones de los niños, aunque eso resulte más cómodo para la convivencia.

“Algunos adultos creen que poner el ordenador en una zona común es una invasión de la intimidad, cosa completamente falsa. El que esté en el salón no implica que se miren los correos, es más una función de normalización de la vida digital. Además, es la mejor manera de compartir esa vida digital, de la que tantas lagunas tenemos los adultos frente a una generación que ha nacido en ella”.

E insiste en que supervisar la relación de ese hijo con el ordenador no tiene nada que ver con controlar. “Los padres deben establecer una dieta digital, es decir, indicar por ejemplo cuándo y cuánto se puede utilizar el ordenador, al igual que lo hacen con la comida o con el dinero, o con cualquier otra cuestión doméstica”.

Los expertos consultados por este periódico insisten en la necesidad de que los padres hagan el esfuerzo de incorporarse a las nuevas tecnologías como un elemento de conexión con los menores. Las consecuencias de no hacerlo son muy negativas para la relación, la incomunicación y a la integración, en lo que el sociólogo Javier Elzo denomina, familia nominal.

Esta es, según Elzo, el modelo mayoritario en la sociedad española (42%). Se trata de una familia en la que las relaciones de padres e hijos pueden ser calificadas, con absoluta propiedad, como de coexistencia pacífica más que de convivencia participativa, ya que se comunican poco. Los padres están, en gran medida, cohibidos, desimplicados, sin que aborden con una mínima profundidad lo que requieren sus hijos. Una familia que destaca de las demás por ser la que, en menor grado, refiere que haya conflictos en su seno, no tanto porque no los haya sino porque ha decidido no enfrentarse, no enterarse de los problemas.

“Hikikomori”


Hikikomori

Una realitat cruenta: adolescents que decideixen tancar-se a les seves habitacions i no sortir-ne durant anys. Televisió, escoltar música, navegar per la xarxa i evadir-se amb videojocs són la seva única motivació. Però, tot i aquesta renúncia a la vida, fora, la vida segueix endavant. I és això, justament, el que passa a “Hikikomori”: la vida ara segueix passant mentre ell ha decidit prémer el botó de pausa. Pare, dos companys d’estudis i una kogal*, la seva germana, seran els que transitaran per davant la porta de l’habitació de l’Hikikomori.

*kogal: joveneta adolescent que per pagar els seus capricis, ven les calces brutes a homes que volen olorar-les.

Títol: Hikikomori
Autor: Jordi Faura
Direcció, escenografia, il·luminació i vestuari:
Jordi Faura i Abel Coll

Adjunt a escenografia i il·luminació: Roc Lain
Adjunta a vestuari: Gimena Busch

Repartiment

Georgina Latre
Jordi Martínez
Àngels Poch
Mingo Ràfols (Cia. Teatre Romea)
Enric Rodríguez
Pau Vinyals





ATREVEIX-TE A CONTESTAR!!!!!
Com a mínim un dia a la setmana m'agrada...
Quan arriba l’hora de sopar...
Quan arriba el divendres...
M’agrada quedar amb els amics...
Encara visc a casa els pares...

Visc amb els meus pares i treballo...
A casa meva...
Quan tinc un problema personal...
A la meva habitació hi ha:
Quan arriben les vacances de Nadal...

Revolución sexual: Falsas y verdaderas inocencias

En los años 60 y 70, con el vistoso decorado de la guerra fría de fondo, el sexo se ideologizó hasta extremos nunca vistos  |  "La pequeña", película con una Brooke Shields de 12 años haciendo de prostituta, fue recibida con normalidad

La revisión de valores de los años 60 y 70 puso en suspenso muchas nociones. Entre ellas, la de la identidad sexual y la de pederastia. Cuando el debate sobre estas cuestiones vuelve a plantearse, vale la pena reconstruir legitimaciones y apologías que ahora nos parecen incomprensibles

FERRAN SÁEZ MATEU | LA VANGUARDIA 20/10/2010  Cultura|s
 
¿El sexo es de derechas o de izquierdas? A veces resulta conveniente iniciar una reflexión con una pregunta manifiestamente estúpida para resaltar la posterior irrupción de otras que no lo son tanto y, en consecuencia, pueden llegar a parecer casi pertinentes e incluso inteligentes. Casi, pero no. Por supuesto, el sexo no es de derechas ni de izquierdas –a lo sumo, y dada su ubicación, podríamos encuadrarlo tautológicamente en el centro del cuerpo–. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. El vello, pongamos por caso, tampoco resulta en sí mismo identificable con ninguna ideología, pero todos somos capaces de reconocer las visibles connotaciones del fino bigotillo fascistoide y las de la selvática barba marxista o bakuniniana. En definitiva: está claro que la ideologización del sexo, el pelo, las piernas o la mano (¿en forma de puño, extendida con la palma hacia abajo?) resulta tan absurda como tentadora. Partiendo de esta acotación, es preciso reexplorar críticamente, y desde una nueva perspectiva, la imbecilidad con la que hemos iniciado el artículo: ¿el sexo es de derechas o de izquierdas? 

Entre finales de la década de los sesenta y principios de la de los setenta, con el vistoso decorado de la guerra fría de fondo, el sexo se ideologizó hasta extremos nunca vistos. Las ideas de Freud ya se habían digerido, y las reivindicaciones de ciertas feministas de la época eran inseparables de una especie de revisionismo biológico en el que el clítoris constituía un órgano emancipador, mientras que el útero compendiaba la opresión del patriarcado. Por otra parte, los homosexuales empezaban a ganar la dura batalla de la visibilidad, que es el primer peldaño para alcanzar la dignidad del reconocimiento social. En Estados Unidos, muchos negros dejaron de alisarse el pelo (¡otra vez el pelo!) y lucían con orgullo aparatosos peinados afro. Bob Dylan repetía que los tiempos estaban cambiando, y tenía razón. Luego supimos que la tenía sólo por definición –el matiz es importante– y entendimos porqué se acabó convirtiendo al catolicismo, por ejemplo. Efectivamente, los tiempos cambian... siempre. Ese es el contexto de la mal llamada revolución sexual. En realidad, constituyó una mera ideologización coyuntural y desconcertantemente ingenua de determinadas conductas y actitudes, no siempre relacionadas con la sexualidad. La mayoría de esos cambios revolucionarios fueron efímeros. Pasaron a mejor vida hacia finales de los años ochenta, como consecuencia de la pandemia del sida. Lo que hacía sólo quince años se denominaba amor libre, pasó a llamarse simplemente promiscuidad. Todo un abismo semántico...

Curiosamente –o no– las dos grandes relecturas críticas de aquellos tiempos convulsos vinieron de la mano, casi al mismo tiempo, de dos norteamericanos de origen asiático: el ensayista Francis Fukuyama y el cineasta Ang Lee. La tormenta de hielo (1997) es quizá la película más deprimente y a la vez más lúcida del director de origen taiwanés,y está basada en la novela homónima del escritor norteamericano Rick Moody (The ice storm, 1994). Por su parte, La gran ruptura (1999) constituye sin duda uno de los textos más elaborados y conceptualmente sólidos de Fukuyama. Desde dos lenguajes diferentes, ambos autores bucean en las contradicciones de aquella supuesta revolución sexual, así como en la de sus variopintos aledaños y múltiples consecuencias. Obviamente, en aquel momento existían docenas de filípicas ultraconservadoras relacionadas con estos asuntos, que se planteaban casi siempre desde el integrismo religioso, la cerrazón moral u otras ideas de tono rupestre y primario. Lee o Fukuyama, en cambio, no moralizaban, sino que justamente se dedicaban a denunciar el denso y confuso tufillo moralizante de esa supuesta revolución. Lo que irritó entonces a una cierta izquierda es que La tormenta de hielo no constituye un libelo visual reaccionario, sino una denuncia claramente progresista de la viscosa hipocresía que reinaba en aquellos tiempos del todo vale. Para evitar suspicacias, no olvidemos que Ang Lee rodó posteriormente Brokeback mountain (2005), que es quizás la dignificación más honesta de la condición homosexual que se haya hecho nunca.

Por razones obvias, uno de los aspectos más controvertidos del proceso de ideologización que acabó denominándose impropiamente revolución sexual radica en las variadas legitimaciones y/o apologías de la pederastia que se produjeron en ese momento. Conviene aclarar que ese tipo de ideas ya están presentes en la tradición grecolatina, aunque aquí no vamos a referirnos a la Atenas del siglo IV a.C. sino a cosas que se decían con toda normalidad hace tan solo tres décadas. Ya hemos advertido al principio que conviene ser muy cautos con la pesada carga de estupidez de ciertas preguntas: ¿la pederastia es de izquierdas o de derechas, religiosa o laica, clásica o vanguardista? No, no, no. Lo que debemos averiguar es de dónde proviene exactamente el discurso legitimatorio que la acabó normalizando no hace tanto. Ese, y no otro, era el verdadero núcleo del debate que se produjo hace unos meses en relación a ciertas denuncias contra clérigos católicos por supuestos abusos. Se trata de un debate que se cerró en falso. El origen del discurso legitimatorio que comentamos –no de las prácticas, que por desgracia son antiquísimas– es muy concreto. En el momento en que el sexo fue conceptualizado sólo como un mecanismo liberador, sin más, las hormonas quedaron inexorable y severamente ideologizadas. No nos cansaremos de repetir que todo eso pasó en el periodo más tenso de la guerra fría, cuando todo, fuera importante o banal, quedaba connotado y formaba parte de una irreductible polaridad ideológica. El resto fue obra de la estética de la transgresión banal, tan propia de la época, así como de indigestos cócteles de Freud, Marx y Lévi- Strauss, agitados por maîtres à penser en las mejores brasseries de París. Como catalizador, un viejo paper elaborado en 1948: el Informe Kinsey. Desde una perspectiva metodológica, el informe Kinsey era un auténtico despropósito (para algunos, un fraude científico premeditado) que parecía tener como única función la homologación estadística de determinadas conductas, entre ellas la del propio investigador durante su adolescencia. Alfred C. Kinsey abogaba por la idea del continuum sexual, en la que no había exactamente hombres ni mujeres, ni homosexuales ni heterosexuales, ni adultos ni niños. Todo quedaba sujeto a una escala y, en consecuencia, todo era relativo. ¿Era aceptable la sexualidad entre adultos y niños? Respuesta: "¿Qué es un adulto, qué es un niño?". A todo ello habría que añadir que las identidades sexuales son meras construcciones culturales (Foucault) y que el poder se agazapa en ellas para dominarnos (aquí la lista seria larguísima: desde Wilhem Reich hasta Herbert Marcuse, pasando por el sociólogo valenciano Josep-Vicent Marqués, fallecido hace poco).

En sí mismo, abstractamente, ese proceso de relativización no sólo era legítimo, sino también necesario: las enormes oscilaciones que ha experimentado la noción de mayoría de edad, por ejemplo, tanto desde un punto de vista histórico como geográfico, resultan indiscutibles. El problema es que en aquel preciso contexto la anterior constatación quedaba subordinada a un objetivo puramente ideológico que, a su vez, confluía en un proceso de cambio social muy profundo. Esas son precisamente las turbulencias que condujeron a que una película como La pequeña (1978), de Louis Malle, protagonizada por una niña de 12 años (Brooke Shields), que hacía el papel de prostituta y aparecía completamente desnuda, fuera recibida en la época con toda normalidad. Hoy, por muchísimo menos, Malle tendría serios problemas. En la España de la misma época las cosas eran muy parecidas. En 1979, la Orquesta Mondragón publicaba el disco Muñeca hinchable, con letras de Eduardo Haro Ibars, que decían cosas como esta: "El hombre de los caramelos (...) a la puerta del colegio / espera para hacerte feliz / Y si deseas con él disfrutar / no te debes niño asustar / El tiene siempre lo que te hará gozar". El cantante de esa formación, Javier Gurruchaga, tenía, por cierto, un papel secundario en una película que Pedro Almodóvar rodó al cabo de pocos años, ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984). En una determinada escena, su personaje pedía permiso a la madre de un niño de unos ocho o nueve años, interpretada por Carmen Maura, para consumar en toda regla una especie de matrimonio pedófilo. No hay en esa escena ni un atisbo de denuncia, sino todo lo contrario.

Debate por zanjar

Antes hemos apuntado que el debate acontecido hace unos meses sobre las múltiples denuncias de pederastia interpuestas contra determinados clérigos católicos se cerró en falso. Interesadamente, se exageraron unas cosas y se omitieron otras. Además, la Iglesia católica tuvo una actitud titubeante y ambigua, que contribuyó a elevar mediáticamente determinados rumores a la categoría de hechos. El papel de algunos intelectuales fue también decepcionante: en cuestión de semanas, muchos pasaron de relativizar jocosamente el caso Polanski a rasgarse la túnica por otros casos similares que se atribuían a curas. He aquí, justamente, el motivo básico por el que el mencionado debate se zanjó en falso: nadie quiso reconocer el trasfondo ideológico del asunto, que conducía por fuerza a una severa revisión de lo que en su momento dio en llamarse revolución sexual. La pederastia está documentada desde hace muchos siglos, pero su legitimación data de hace bien poco, al menos en un sentido moderno. No es casual que la primera gran reprimenda que recibió el icono generacional de Mayo del 68, Daniel Cohn-Bendit, estuviera relacionada con sus fantasías sexuales con niñas de cinco años.

Cerremos el artículo con la misma pregunta estúpida con la que lo hemos iniciado: ¿el sexo es de derechas o de izquierdas? Ideologizar determinadas pulsiones humanas, sean del tipo que sean, resulta, como mínimo, absurdo. Pero olvidar la realidad de esa ideologización, que en el caso que comentamos se produjo hace poco más de una generación, es directamente deshonesto. El sexo, en todas sus versiones, no es ni de derechas ni de izquierdas, ni religioso ni laico, ni antiguo ni moderno, ni progresista ni conservador. Y la pederastia es un tema incómodo, pero real, y por eso no conviene enterrarlo ahora precipitadamente con excusas de derechas o de izquierdas, con subterfugios religiosos o bien laicos, con viejas falacias o con sutilezas posmodernas recién pintadas. Ya que, por desgracia, el tema está sobre la mesa, tratémoslo honestamente.

MÁS INFORMACIÓN

¡Es una ordencita!

...la hombría, que tan nítida parece, es imaginaria y grial: siempre falta o sobra algo para ser hombre de veras.

ELOY FERNÁNDEZ PORTA

Cultura|s La Vanguardia,  Miércoles, 27 octubre 2010

El capo es una leyenda, una invención colectiva.Un hombre da una orden. Con voz pausada. Pero firme. No mira alos ojos, es claro yescueto, y adopta el aire despreocupado de quien sabe que su autoridad no requiere aspavientos.

Nadie obedece.
(Plancha, silencio, pero cómo, grrrrrrmpfs.)

Grrrrepite el mandato, esta vez a voz en cuello,énfasis, braceo y voto abríos. Ahora los subalternos sí acatan,pero lo hacen de manera cansina,arrastrando los pies o con una celeridad guasona: como si su obediencia no fuera el efecto del poder sino el gesto de conmiseración que merecen los pobres de espíritu. “Si es que yo no tengo un jefe: tengo un matasuegras”.

Esta escena se encuentra en todos los géneros cinematográficos que se ocupan de la construcción de la masculinidad. En el cine de gánsters, en El Padrino;es la única secuencia protagonizada por Fredo Corleone, el hermano mayor que siempre será tratado como benjamín, yque, aquí lo vemos, necesita cinco gritos para echar del salón alas golfas que contrató. En el cine negro, en Sólo quiero caminar,donde el sicario, más severo pero no más eficaz, ordena –“¡Llamen aGabriel!”– con elegancia de lord primero, y después con bullebulle de tebeo, ya saben, con !!! y con #¡ y también con ('. Ejemplos recientes aparecen en el cine bélico, así el cabo cobardica de En tierra hostil.

¿Y quién sabe mandar? El capo,claro, está. Él no sólo tiene el cetro: también lo sabe blandir. Al Pacino, quién si no, es un maestro de la modulación de voz. En su actuación más meritoria logró cambiar de tono siete veces en sólo cuatro frases, sin resultar histriónico; con cada inflexión modulaba el estado de ánimo de sus interlocutores, que quedaban, así, atrapados en la voz de mando. La escena de la orden fallida muestra una jerarquía, o más bien la naturaliza, dando a entender que el liderazgo es cuestión de carácter.

Pero hay otra forma de verlo. Así como el capo es una leyenda, una invención colectiva pergeñada con anécdotas, infundios y susurros, la orden bien dada no existe. Su lugar, inefable, sería, precisamente el punto intermedio entre las dos actitudes: entre la ordencita de Ned Flanders y el arrebato mandón
del Super de la T.I.A. Así: ni susurro ni berreo; ni contención ni apremio. Parece fácil. Inténtelo. Deje el diario en la mesa, póngase en pie con parsimonia y dé La Orden aquienquiera que tenga al lado.

¿Ya de vuelta? ¿O aún sigue ahí? Sea como fuere, acaba usted de comprobarlo: esa cualidad, la hombría, que tan nítida parece, es imaginaria y grial: siempre falta o sobra algo para ser hombre de veras.