Una reacción conservadora, de padres recios y antañones, clama por recuperar los viejos valores binarios, 'boys will be boys' y las chicas con las chicas
Brendan, Sol, Andrea. Estos son los nuevos nombres, los que pronuncian los padres del año 2040 en la hora del bautizo. Dana, Miki, Li. Nombres neutros, que, en función del contexto, del área geográfica o de la pronunciación, pueden ser masculinos o femeninos. Gabi, Carol, Lou. El auge de los nombres blancos es la consecuencia de varias corrientes culturales que empezaron a desarrollarse en los albores del milenio, y cuya importancia no ha dejado de crecer desde entonces. A saber: la consideración del dato biológico como una variable secundaria, la generalización de las operaciones de reasignación de género y la incorporación de los cambios de sexo a la dinámica de las tendencias comerciales y afectivas. A esta triple corriente se opone una reacción conservadora que clama por recuperar los viejos valores binarios, boys will be boys y las chicas con las chicas. Sus defensores -padres recios y antañones, de mano firme y mesa camilla- optan por nombres de pila que designan una sexuación inequívoca, sin titubeos ni enmiendas. Cipriano, María de los Dolores, Juan Manuel de Prada.
¿Y qué es un Cipriano? ¿Cómo puede el Cipriano, en esta época de disyunciones inclusivas y migración sexual- ¡de transfuguismo!, dicen los recios-, asentarse en su ser y perseverar en su ser? ¿Muerde? Más que morder, masculla: vive indignado, el gesto adusto y la cara larga, añorando tiempos pasados, cuando se llamaba al pan pan y al vino vino. De esos tiempos, de ese modelo perdido, aprendió sus principios de comportamiento. Los sigue a pie juntillas, con mayor rectitud, si cabe, que los hombres de principios de siglo. No es, pues, Cipriano puro, sino que, neociprianamente, cuasicipriánico, ciprianea de farol y, a fuer de ciprianismos, se afana en su ciprianez: simulada. En el fondo es un cacho pan.
¡Brand new Cipriano! ¡Con el sabor de antes! Su identidad, un mejunje, combina los tres ingredientes que en su día configuraron la masculinidad clásica: la tensión, la desolación y la gracia bajo presión. Cada uno de ellos nos trae, con la sustancia del género, su dimensión estética, es decir, un modo de manifestarse lo masculino en la expresividad artística y en la social. Puesto que esos términos ya no significan nada para la mayor parte de los lectores, no estará de más dedicarles tres párrafos: tres calas, arqueológicas, en la antigüedad remota.
El concepto de tensión representa la dimensión lírica del Cipriano. Esta noción fue acuñada hace ahora cien años por el crítico de poesía Allen Tate para definir un modo comunicativo opuesto a la comunicación de masas. En opinión de Tate esta pecaba de un grave defecto: estaba más preocupada por "llevar al orden formal el estado afectivo que por suscitarlo". Contra el sensacionalismo mediático, seamos más tensos y menos afectuosos: el poeta que introduce tensión en sus versos - y, con él, el ciudadano que se expresa de manera tensa-es austero, elíptico y aforista. No se le entiende gran cosa, pero, por encima del significado de sus palabras, prevalecen el verbo solemne y la sobriedad mesetaria, que son patrimonio de los hombres-hombres.
Por su parte, el sentimiento de desolación representa la dimensión narrativa de nuestro personaje. Este término, muy socorrido en las descripciones de películas y novelas, indicaba que el autor- y, con él, el espectador-era capaz de una experiencia sentimental grave y severa, bien diferenciada de otros productos culturales centrados en asuntos más livianos. El buen Cipriano, como el narrador del pasado, no se siente risueño, ni jaranero, ni tan siquiera depre: se siente desolado -ante la frivolidad del mundo, ante la Decadencia de la Civilización-.Así nos indica que puede llegar al nivel más noble y refinado de la capacidad sensitiva. Tiene agallas.
"Pero ¿qué quieres decir con tener agallas? Pues... gracia bajo presión".En este diálogo entre Dorothy Parker y Ernest Hemingway, reproducido en un número del New Yorker de 1929, se enunció por vez primera la cualidad ciprianesca definitiva. Tener grace under pressure significa mostrarse pujante y valeroso aun en las circunstancias más hostiles, actuando con bravura soldadesca y resignación estoica. Un comportamiento firme, inaccesible a las veleidades de la moda, que por aquel entonces eran consideradas poco viriles.
Este elemento, combinado con los precedentes, les da forma y entereza, completando la Trinidad Cateta que articula la nueva masculinidad estreñida ciprianosa.
Sin duda a algunos lectores les costará creer que este potaje de cardo y hiel pudiera gustar a alguien. Tanto más sorprendente resulta que ese llegara a ser el código emocional que definía la calidad estética entendida como masculinidad correcta. Los creadores, si aspiraban al reconocimiento, debían mostrar mucha tensión, infinita desolación y muy poquita gracia bajo presión -particularmente si eran hombres: esas mismas cualidades, en un cuerpo de mujer, no suscitaban el aplauso, sino la burla-. No faltará quien piense que esos conceptos, y la figura a la que dan lugar, son una forma primitiva y emocionalmente idiota de restringir y codificar la vivencia sentimental. Y que los practicantes y defensores de esas cualidades, siendo del todo ignorantes en materia emocional, habían convertido su incompetencia afectiva en el repertorio sentimental modélico, legitimando así lo peor del sexismo y postulándolo como fuente primordial de la Cultura.
Pero quizá sea ese aspecto del Cipriano, ese perseverar en el macarrismo del Ser y ese macarrear en el Ser de la machada, lo que lo ha convertido, en las recientes tendencias eróticas, en un codiciado objeto del deseo. En efecto, dicen las malas lenguas que entre los transgénero, y en particular entre los que han cambiado también de raza, está bien visto hacerse a un Cipriano. Esta práctica ocasional se va extendiendo, como un episodio pasajero, pero fotogénico y pintoresco, de la biografía sexual, igual que tirarse a un surfista en la playa -Sol, Brendan, Andrea- o, en los prolegómenos del partido, a un animador de fútbol americano.
Postales del futuro
Si el futuro no existe, ¿podemos representarlo? Posibilidad real o imaginaria, la humanidad siempre ha intentado fijar una imagen del porvenir | Un ejercicio en el que participan por igual la ciencia ficción o los 'hombres del tiempo' | Y en el que hoy la utopía parece haberse transformado definitiva
¿Qué tienen en común las pinturas prehistóricas, san Juan, Thomas More, Dante, el hombre del tiempo, George Orwell, los estrategas militares y deportivos, Chris Marker, Aramis Fuster, los constructores inmobiliarios o James Cameron? Probablemente sólo una cosa: su condición de creadores -cuando no de meros traficantes- de imágenes del futuro. Históricamente, los relatos verosímiles sobre el futuro han sido indispensables en campañas políticas y en revoluciones ideológicas; los inverosímiles y disparatados han triunfado en la religión y en el arte. Durante el siglo XX, la publicidad y el cine trabajaron la imaginación futurista entre la utopía (necesaria para el consumo) y la distopía (inevitable en cualquier análisis crítico de la era de los totalitarismos), mientras se daba una progresiva pérdida de poder de la palabra para mostrar un futuro cada vez más monopolizado por la imagen. Mientras la palabra permanecía limitada por la bidimensionalidad de sus grafías, la imagen se expandía con cada nueva innovación tecnológica, como si sus presuntos límites sólo existieran para ser superados.
En los años cincuenta, Mariano Medina describía la información meteorológica dibujando con una tiza, sobre un mapa impreso en una pizarra negra, las inclemencias del clima del día siguiente. En el 2010, en la misma Televisión Española, El Tiempo se muestra en una gran ventana panorámica, con ayuda de gráficos en tres dimensiones. Obviamente, ha mejorado la pedagogía, pero ¿lo ha hecho la fiabilidad de la imaginación del futuro? En la televisión mundial, la tiza ha sido sustituida por un mando a distancia. La mujer del tiempo, sin hacer ostentación de su gesto, nos muestra el mañana accionando botones. A ritmo de zapping o de clic de ratón (otro tipo de mando a distancia). En los años cincuenta, los simuladores de vuelo ya eran capaces de reproducir una experiencia casi idéntica a la que el piloto viviría tras el despegue verdadero, y nacía el cine postapocalíptico; durante los sesenta y los setenta, los satélites meteorológicos aumentaron exponencialmente la capacidad de observación de los fenómenos atmosféricos y por tanto de su predicción; en los ochenta nos acostumbramos a manipular el botón de forward del vídeo y por tanto a la aceleración del tiempo; en los noventa, se popularizó el software capaz de generar imágenes tridimensionales de edificios que todavía estaban en planos, se empezaron a generar informáticamente retratos robot actualizados (o envejecidos) y los videojuegos de simulación democratizaron el acceso a situaciones sólo potencialmente reales; en la primera década del siglo XXI, el flashforward se ha convertido en un recurso narrativo habitual en las teleseries porque ya no nos supone ningún esfuerzo leer en tiempo futuro.
El problema del futuro es que no existe y, por tanto, que no se puede representar. La historia de la humanidad es la historia de sucesivas aproximaciones, más o menos fallidas, a cierta imaginería del futuro. La crisis económica, por ejemplo, ha convertido el paisaje español en una colección de instantáneas que evidencian el cortocircuito que la historia provoca periódicamente entre la realidad y las proyecciones que sobre ella se realizan. Conjuntos de casas adosadas a medio construir, muchos meses después de que se detuvieran las obras, continúan mostrando los grandes carteles con imágenes en 3D que representan cómo será la urbanización una vez esté acabada. La paga y señal o la hipoteca se firman al amparo de esas postales del futuro generadas electrónicamente, olvidando que la economía y el derecho no actúan en las mismas coordenadas que la ilustración y la imaginación.
En La carretera simbolizada por la biblioteca-que nos caracteriza como especie y que muy probablemente le caracterizó como persona antes del desastre nuclear. El futuro imaginado en La carretera ha borrado de la faz de la tierra la tecnología. El enemigo del hombre es el propio hombre, o una versión degenerada de él: el caníbal; no la máquina. El paisaje físico y moral es similar al de algunas ficciones también distópicas de los años ochenta ambientadas en nuestro planeta, como Mad Max (Millar, 1979) o Blade Runner (Scott, 1982); pero en estas la tecnología sí es determinante.
Quién sabe si el narrador de la novela de McCarthy coge de la biblioteca en ruinas precisamente un ejemplar de La carretera.En ella, ni siquiera la tecnología del libro es ya útil. McCarthy ha visualizado un mundo después del apocalipsis, de naturaleza devastada y extrema, azotado perpetuamente por la lluvia y por la nieve, donde la erosión también afecta al recuerdo. El niño protagonista prácticamente no posee pasado; y el del padre se va borrando al ritmo de los pasos de su huida. En los mismos años ochenta de cuyo imaginario se nutre La carretera (y su versión cinematográfica), el tema del viaje en el tiempo surge como una respuesta inesperada a la realidad apocalíptica. Contra lo que cabría esperar, en Terminator (1984), de James Cameron, el ciborg llega a nuestro presente para evitar el nacimiento de un líder humano del futuro, capaz de ganar la guerra contra las máquinas. Afortunadamente, al mismo tiempo también llega un humano proveniente del futuro para proteger a la madre del futuro líder. Gana el humano. En la segunda parte (Cameron, 1991), donde se utilizó por primera vez la imagen generada por ordenador para dar forma a los robots, el conflicto entre el hombre y la máquina se convierte en una lucha fratricida entre dos ciborgs: de nuevo vence el más débil.
El director repite el esquema en Avatar (2009). La tecnología de última generación es derrotada por la solidaridad, la pasión y otros atributos más humanos.El futuro que la película pone en imágenes no se entiende sin la distancia que el hombre ha establecido con su propia identidad. La relación con el otro pasa siempre a través de una pantalla (de una máscara) y de una interfaz. La tecnología, de hecho, nos ha acostumbrado a asumir como natural tanto la suplantación de identidades como la conexión -alámbrica o wireless- con los objetos que nos rodean. Empezamos a confundir el mundo con internet (y viceversa). Por eso los na´vi se conectan con la naturaleza, porque Pandora es la Red convertida en una realidad biológica. En ella se proyecta la Tierra anterior al tecnoimperialismo moderno. Las postales que nos llegan desde esa luna, en el 2154, son las de un futuro dibujado como utopía del pasado. El reverso exacto de la campaña publicitaria con que Greenpeace recibió a los líderes mundiales en el aeropuerto de Copenhague unos meses atrás. 2020. Zapatero, Sarkozy, Obama, entre otros igualmente envejecidos, repetían: "Lo siento. Podríamos haber detenido un cambio climático catastrófico..., pero no lo hicimos". Una vez más, la distopía cohabitaba en los carteles con un reclamo utópico: "Actúa ahora: cambia el futuro".
El problema del futuro es que no existe y, por tanto, que no se puede representar. La historia de la humanidad es la historia de sucesivas aproximaciones, más o menos fallidas, a cierta imaginería del futuro. La crisis económica, por ejemplo, ha convertido el paisaje español en una colección de instantáneas que evidencian el cortocircuito que la historia provoca periódicamente entre la realidad y las proyecciones que sobre ella se realizan. Conjuntos de casas adosadas a medio construir, muchos meses después de que se detuvieran las obras, continúan mostrando los grandes carteles con imágenes en 3D que representan cómo será la urbanización una vez esté acabada. La paga y señal o la hipoteca se firman al amparo de esas postales del futuro generadas electrónicamente, olvidando que la economía y el derecho no actúan en las mismas coordenadas que la ilustración y la imaginación.
En La carretera simbolizada por la biblioteca-que nos caracteriza como especie y que muy probablemente le caracterizó como persona antes del desastre nuclear. El futuro imaginado en La carretera ha borrado de la faz de la tierra la tecnología. El enemigo del hombre es el propio hombre, o una versión degenerada de él: el caníbal; no la máquina. El paisaje físico y moral es similar al de algunas ficciones también distópicas de los años ochenta ambientadas en nuestro planeta, como Mad Max (Millar, 1979) o Blade Runner (Scott, 1982); pero en estas la tecnología sí es determinante.
Quién sabe si el narrador de la novela de McCarthy coge de la biblioteca en ruinas precisamente un ejemplar de La carretera.En ella, ni siquiera la tecnología del libro es ya útil. McCarthy ha visualizado un mundo después del apocalipsis, de naturaleza devastada y extrema, azotado perpetuamente por la lluvia y por la nieve, donde la erosión también afecta al recuerdo. El niño protagonista prácticamente no posee pasado; y el del padre se va borrando al ritmo de los pasos de su huida. En los mismos años ochenta de cuyo imaginario se nutre La carretera (y su versión cinematográfica), el tema del viaje en el tiempo surge como una respuesta inesperada a la realidad apocalíptica. Contra lo que cabría esperar, en Terminator (1984), de James Cameron, el ciborg llega a nuestro presente para evitar el nacimiento de un líder humano del futuro, capaz de ganar la guerra contra las máquinas. Afortunadamente, al mismo tiempo también llega un humano proveniente del futuro para proteger a la madre del futuro líder. Gana el humano. En la segunda parte (Cameron, 1991), donde se utilizó por primera vez la imagen generada por ordenador para dar forma a los robots, el conflicto entre el hombre y la máquina se convierte en una lucha fratricida entre dos ciborgs: de nuevo vence el más débil.
El director repite el esquema en Avatar (2009). La tecnología de última generación es derrotada por la solidaridad, la pasión y otros atributos más humanos.El futuro que la película pone en imágenes no se entiende sin la distancia que el hombre ha establecido con su propia identidad. La relación con el otro pasa siempre a través de una pantalla (de una máscara) y de una interfaz. La tecnología, de hecho, nos ha acostumbrado a asumir como natural tanto la suplantación de identidades como la conexión -alámbrica o wireless- con los objetos que nos rodean. Empezamos a confundir el mundo con internet (y viceversa). Por eso los na´vi se conectan con la naturaleza, porque Pandora es la Red convertida en una realidad biológica. En ella se proyecta la Tierra anterior al tecnoimperialismo moderno. Las postales que nos llegan desde esa luna, en el 2154, son las de un futuro dibujado como utopía del pasado. El reverso exacto de la campaña publicitaria con que Greenpeace recibió a los líderes mundiales en el aeropuerto de Copenhague unos meses atrás. 2020. Zapatero, Sarkozy, Obama, entre otros igualmente envejecidos, repetían: "Lo siento. Podríamos haber detenido un cambio climático catastrófico..., pero no lo hicimos". Una vez más, la distopía cohabitaba en los carteles con un reclamo utópico: "Actúa ahora: cambia el futuro".
'Flash forward' simio
Como espectadores estamos acostumbrados a los saltos temporales, pero siempre controlando el lugar desde el cual se produce la narración
Al final de la película la imagen semienterrada de la estatua de la Libertad nos hace comprender que durante todo el tiempo de la narración hemos permanecido en el planeta Tierra, un planeta que ahora sabemos que quedó casi borrado por el delirio autodestructivo de la humanidad. ¿A qué se debe la efectividad de esta escena final de El planeta de los simios? Si esta escena es inolvidable para todo el que la haya visto una sola vez es porque nos hace invertir en décimas de segundo nuestra flecha del tiempo. Si hasta aquel momento entendíamos que nos estaban contando una parábola sobre nuestro pasado, en un tiempo donde los simios vivían en un mundo paralelo en el que dominaban y maltrataban a los hombres, de golpe nos damos cuenta de que lo que hemos estado viendo es nuestro futuro. Y esto nos produce asombro e inquietud.
Como espectadores estamos acostumbrados a los saltos temporales, pero siempre controlando el lugar desde el cual se produce la narración. Sabemos que las primera imágenes de 2001 Una odisea del espacio representan el origen de la humanidad de la misma manera que sabemos que los viajes intergalácticos de Star Trek corresponden a una visión de un futuro posible. Pero a lo que no estamos acostumbrados es a la confusión entre estos dos polos. Lo que nos inquieta de verdad es que algo que nosotros hemos sentido como pasado, o como un mundo paralelo, se nos acabe convirtiendo en imagen precisa de lo que se nos echa encima.
El guionista Rod Serling consiguió este efecto en algunos episodios de The twilight zone. Y no hay que olvidar que Serling era también el guionista de El planeta de los simios. O sea, todo un maestro en el arte de hacernos sentir el futuro en el presente.
¿Tiene herederos Serling? La televisión y el cine han intentado vanamente imitarlo, pero ningún cuento fantástico, por asombroso que fuera, conseguía este efecto demoledor en el cual todo un mundo se nos venía encima por un cambio de percepción de nuestra mente. Es ahí donde interesa ahondar en algunos hitos de la serialidad reciente, obras televisivas esenciales que están planteando de forma renovada la misma inquietud sobre la flecha del tiempo que tanto cultivó Serling. En el caso de Perdidos, de Daños y perjuicios y más explícitamente de Flash forward, se empieza a enraizar la idea de que una imagen de futuro es algo tan real como una imagen de pasado. Es decir, que la imagen anticipatoria de un flash forward es tan creíble como la reconstrucción de la memoria que supone todo flashback. Estas series empiezan a cimentar la credibilidad de la imagen que viene, incluso por encima de la que ya se ha producido. Y esto supone una auténtica revolución narrativa y perceptiva.
Tenemos una prueba reciente de esta primacía de la imagen del futuro sobre la del pasado: la llegada al planeta Marte. Cuando vemos las imágenes del planeta rojo, árido y sin vida aparente, pensamos inmediatamente en nuestro pasado. Pensamos que en ese planeta nunca ha habido vida y que quizás la habrá. Cuando lo realmente inquietante es pensar lo contrario, y más si encontramos agua. Entonces podríamos decir: Marte es nuestro futuro. Antes había vida hasta que sus habitantes se encargaron de liquidarla, como estamos haciendo nosotros. Y eso da miedo.
El guionista Rod Serling consiguió este efecto en algunos episodios de The twilight zone. Y no hay que olvidar que Serling era también el guionista de El planeta de los simios. O sea, todo un maestro en el arte de hacernos sentir el futuro en el presente.
¿Tiene herederos Serling? La televisión y el cine han intentado vanamente imitarlo, pero ningún cuento fantástico, por asombroso que fuera, conseguía este efecto demoledor en el cual todo un mundo se nos venía encima por un cambio de percepción de nuestra mente. Es ahí donde interesa ahondar en algunos hitos de la serialidad reciente, obras televisivas esenciales que están planteando de forma renovada la misma inquietud sobre la flecha del tiempo que tanto cultivó Serling. En el caso de Perdidos, de Daños y perjuicios y más explícitamente de Flash forward, se empieza a enraizar la idea de que una imagen de futuro es algo tan real como una imagen de pasado. Es decir, que la imagen anticipatoria de un flash forward es tan creíble como la reconstrucción de la memoria que supone todo flashback. Estas series empiezan a cimentar la credibilidad de la imagen que viene, incluso por encima de la que ya se ha producido. Y esto supone una auténtica revolución narrativa y perceptiva.
Tenemos una prueba reciente de esta primacía de la imagen del futuro sobre la del pasado: la llegada al planeta Marte. Cuando vemos las imágenes del planeta rojo, árido y sin vida aparente, pensamos inmediatamente en nuestro pasado. Pensamos que en ese planeta nunca ha habido vida y que quizás la habrá. Cuando lo realmente inquietante es pensar lo contrario, y más si encontramos agua. Entonces podríamos decir: Marte es nuestro futuro. Antes había vida hasta que sus habitantes se encargaron de liquidarla, como estamos haciendo nosotros. Y eso da miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario