Por María Sanahuja, magistrada de la Audiencia Provincial de Barcelona y miembro de Jueces para la Democracia y de Otras Voces Feministas (EL PAÍS, 16/08/10):
Los totalitarismos y sectarismos en diferentes momentos históricos han encumbrado ideas absolutas, intocables, y han enviado a la hoguera, al paredón o a la prisión a quienes se han atrevido a cuestionar los dogmas de fe. También esto ha ocurrido en España con el feminismo totalitario.
Si alguien es calificado de machista o de oponerse a la igualdad, según el único camino trazado por quienes se erigen en doctores de esta nueva iglesia, es expulsado de medios y tribunas. Podía haber sido peor, pero afortunadamente no prosperó la idea de tipificar como delito la denominada apología del machismo, como pretendían algunos colectivos. La libertad de expresión ha sufrido mucho los últimos años, pero es más preocupante la autocensura de la mayoría, que ha permitido, sin demasiadas voces en contra, aumentar en miles los hombres presos por hechos leves relacionados con la violencia machista. Por ejemplo, sujetar a la pareja de la muñeca sin causarle lesión o decirle “te vas a enterar”.
Hemos resucitado el viejo maniqueísmo y le hemos dado la vuelta. Hasta hace poco, lo masculino era revestido de connotaciones positivas, mientras que lo femenino era sinónimo de fragilidad, perversión o maldad. En las últimas décadas se han invertido los términos. Lo masculino es equiparado a violencia y maldad, mientras que lo femenino a bondad, solidaridad y valores positivos. Desde un sencillo ejercicio de racionalidad, esas posturas extremas son inaceptables, pero los seres humanos tenemos verdaderas dificultades para reflexionar con ecuanimidad y establecer reglas sociales, que permitan avanzar hacia convivencias más armónicas y de respeto a lo que la mayoría hemos convenido en denominar derechos fundamentales.
Mujeres y hombres somos biológicamente muy distintos, y la variedad de cada uno de estos grupos es también inmensa en función de la zona geográfica de procedencia, la clase social, la edad, la tendencia sexual, etcétera. Partiendo, por tanto, de esa tremenda diversidad que hemos convenido en respetar, debemos caminar hacia una igualdad de derechos y obligaciones, al tiempo que no deben violarse los mínimos recogidos en declaraciones universales que no tienen ni un siglo. El camino hacia la igualdad en la diversidad no está exento de tensiones y contradicciones, pues comporta una modificación de los roles tradicionales, que origina nuevos problemas, que no todos están dispuestos a tolerar, ni a esforzarse en superar.
En 2010, en las sociedades occidentales, el camino hacia la igualdad pasa porque las mujeres se otorguen a sí mismas el permiso de ejercer de ciudadanas de primera, sentando las bases para evitar la supeditación a los hombres, tanto económica como psicológicamente. No será rentable seguir solicitando limosnas al Estado, a las empresas o a los hombres desde un victimismo imposible de mantener si al tiempo no se hacen esfuerzos para alcanzar esa mayoría de edad que exigimos nos sea reconocida. La incorporación masiva de las mujeres a la universidad abre nuevos horizontes. No podemos actuar como los adolescentes, que quieren las ventajas de los adultos, pero no las responsabilidades. Hemos de salir de la caverna y lanzarnos a estrategias que permitan nuestra supervivencia, pero que no sean nefastas para el grupo. Hemos de diseñar caminos que permitan la integración de todos en ese nuevo modelo que tenemos que construir.
Y aquí se comete el primer error. Algunos parten de la falsa premisa de que las mujeres ya hemos llegado a la meta, puesto que nuestra condición femenina ya encarna intrínsecamente los nuevos valores positivos y, por tanto, a los únicos que compete hacer esfuerzos para alcanzar esa meta de igualdad es a los hombres. Este esquema simple y maniqueo no soporta un mínimo análisis, pues básicamente somos las mujeres las responsables de transmitir un modelo social patriarcal, ayudadas por series de televisión, películas, etcétera, puesto que la mayoría de los hombres ni siquiera intenta participar en la educación de los hijos. Pero ese esquema es el que inspira la legislación y las prácticas de las Administraciones públicas en los últimos lustros, sea cual sea el Gobierno que las impulse.
Las mujeres debemos autorizarnos a tener mayor autonomía y no considerarnos el apéndice de nadie, lo cual requiere el esfuerzo de salir al mundo exterior, que está plagado de dificultades y, por tanto, asusta, resultando más cómodo, en principio, ligar nuestra suerte a alguien más fuerte, que solvente nuestras necesidades. Pero este camino ya no garantiza nuestra supervivencia “hasta que la muerte nos separe”, pues hasta los más creyentes se divorcian. Y, por supuesto, no podemos ni debemos limitarnos a parir un hijo a alguien para justificar así que todos los recursos que genere el resto de su vida deba ponerlos al servicio de ese grupo humano, aunque se vea expulsado de él para siempre.
Es injusto, pero, sobre todo, es socialmente inviable por el coste que el conflicto tiene y lo que supone de factor de riesgo para el grupo por el desequilibrio social que comporta. Las consecuencias son enfermedades físicas y psíquicas de los excluidos o las empobrecidas, pues si no existe una nómina que embargar, los más ricos pueden resultar los más insolventes. También contribuye a la violencia de chicos y chicas dirigida a los más cercanos, especialmente a madres y abuelos maternos, por ser las personas con quienes generalmente conviven, de lo que lleva alertando desde hace unos años la Fiscalía y los diferentes servicios sociales.
Y, por supuesto, deben esforzarse los hombres si no quieren ver limitado su papel al de sementales proveedores y ser expulsados en la crianza de sus hijos tras la ruptura. Deben asumir desde el inicio las responsabilidades para con ellos, pues las nuevas legislaciones apuntan a que se tendrá en consideración la relación existente con anterioridad. Así pues, ya no se trata de una exigencia ética porque no es justo que recaiga toda la carga de la reproducción en las mujeres, que seguiremos asumiendo por razones obvias la tarea los nueve primeros meses, pero deberemos compartirla los 30 años restantes, si todos queremos participar en el nuevo modelo social y no ser excluidos de la parte privada.
Para la incorporación plena de las mujeres a la vida pública se hacen necesarias políticas que, en la línea de los países de nuestro entorno, vayan más allá de repetitivas e infructuosas campañas publicitarias, de subvenciones a las organizaciones y congresos de mujeres para seguir divagando en generalidades o la creación de nuevos cuerpos funcionariales de comisarios/as políticos/as que velen para que las Administraciones hagan un uso correcto del lenguaje. Se debe ir mucho más allá. Se debe apostar por la coordinación entre las diferentes Administraciones para evitar inútiles reiteraciones y permitir una utilización óptima de los recursos en políticas transversales de los diferentes ministerios y consejerías que toman las imprescindibles decisiones de inversión en infraestructuras y servicios para atender a niños, ancianos y enfermos, pues esas tareas ya no las podemos seguir realizando gratuitamente las mujeres. Lo que resulta imprescindible para encarar con éxito un nuevo modelo social de respeto a la igualdad son más viviendas de protección oficial, guarderías y centros de día a precios asequibles y hospitales. España es el país de la UE que menos invierte en recursos sociales y los que llegan realmente a las mujeres que sufren violencia son muy escasos. Papá Estado paga y pega, pero la actual situación económica exige suprimir gastos superfluos y apostar por optimizar al máximo los escasos recursos que tenemos, evitando pensar que el nuevo modelo aparecerá por generación espontánea, ingresando masivamente a hombres en la prisión.
La sociedad también tiene que asumir que la reproducción no puede ser costeada fundamentalmente por las reproductoras, pues el beneficio es posteriormente socializado. Los niños y niñas de ahora son el futuro de las pensiones y los servicios de mañana. Su formación y cuidado deben ser el objetivo del grupo entero. Pero este esquema, seguido en mayor medida por los países del norte, cuesta enraizarlo en un país como el nuestro, hasta hace poco autárquico y con un modelo social básicamente individualista donde prima el “sálvese quien pueda”, lo cual es bastante suicida en este mundo globalizado.
Los totalitarismos y sectarismos en diferentes momentos históricos han encumbrado ideas absolutas, intocables, y han enviado a la hoguera, al paredón o a la prisión a quienes se han atrevido a cuestionar los dogmas de fe. También esto ha ocurrido en España con el feminismo totalitario.
Si alguien es calificado de machista o de oponerse a la igualdad, según el único camino trazado por quienes se erigen en doctores de esta nueva iglesia, es expulsado de medios y tribunas. Podía haber sido peor, pero afortunadamente no prosperó la idea de tipificar como delito la denominada apología del machismo, como pretendían algunos colectivos. La libertad de expresión ha sufrido mucho los últimos años, pero es más preocupante la autocensura de la mayoría, que ha permitido, sin demasiadas voces en contra, aumentar en miles los hombres presos por hechos leves relacionados con la violencia machista. Por ejemplo, sujetar a la pareja de la muñeca sin causarle lesión o decirle “te vas a enterar”.
Hemos resucitado el viejo maniqueísmo y le hemos dado la vuelta. Hasta hace poco, lo masculino era revestido de connotaciones positivas, mientras que lo femenino era sinónimo de fragilidad, perversión o maldad. En las últimas décadas se han invertido los términos. Lo masculino es equiparado a violencia y maldad, mientras que lo femenino a bondad, solidaridad y valores positivos. Desde un sencillo ejercicio de racionalidad, esas posturas extremas son inaceptables, pero los seres humanos tenemos verdaderas dificultades para reflexionar con ecuanimidad y establecer reglas sociales, que permitan avanzar hacia convivencias más armónicas y de respeto a lo que la mayoría hemos convenido en denominar derechos fundamentales.
Mujeres y hombres somos biológicamente muy distintos, y la variedad de cada uno de estos grupos es también inmensa en función de la zona geográfica de procedencia, la clase social, la edad, la tendencia sexual, etcétera. Partiendo, por tanto, de esa tremenda diversidad que hemos convenido en respetar, debemos caminar hacia una igualdad de derechos y obligaciones, al tiempo que no deben violarse los mínimos recogidos en declaraciones universales que no tienen ni un siglo. El camino hacia la igualdad en la diversidad no está exento de tensiones y contradicciones, pues comporta una modificación de los roles tradicionales, que origina nuevos problemas, que no todos están dispuestos a tolerar, ni a esforzarse en superar.
En 2010, en las sociedades occidentales, el camino hacia la igualdad pasa porque las mujeres se otorguen a sí mismas el permiso de ejercer de ciudadanas de primera, sentando las bases para evitar la supeditación a los hombres, tanto económica como psicológicamente. No será rentable seguir solicitando limosnas al Estado, a las empresas o a los hombres desde un victimismo imposible de mantener si al tiempo no se hacen esfuerzos para alcanzar esa mayoría de edad que exigimos nos sea reconocida. La incorporación masiva de las mujeres a la universidad abre nuevos horizontes. No podemos actuar como los adolescentes, que quieren las ventajas de los adultos, pero no las responsabilidades. Hemos de salir de la caverna y lanzarnos a estrategias que permitan nuestra supervivencia, pero que no sean nefastas para el grupo. Hemos de diseñar caminos que permitan la integración de todos en ese nuevo modelo que tenemos que construir.
Y aquí se comete el primer error. Algunos parten de la falsa premisa de que las mujeres ya hemos llegado a la meta, puesto que nuestra condición femenina ya encarna intrínsecamente los nuevos valores positivos y, por tanto, a los únicos que compete hacer esfuerzos para alcanzar esa meta de igualdad es a los hombres. Este esquema simple y maniqueo no soporta un mínimo análisis, pues básicamente somos las mujeres las responsables de transmitir un modelo social patriarcal, ayudadas por series de televisión, películas, etcétera, puesto que la mayoría de los hombres ni siquiera intenta participar en la educación de los hijos. Pero ese esquema es el que inspira la legislación y las prácticas de las Administraciones públicas en los últimos lustros, sea cual sea el Gobierno que las impulse.
Las mujeres debemos autorizarnos a tener mayor autonomía y no considerarnos el apéndice de nadie, lo cual requiere el esfuerzo de salir al mundo exterior, que está plagado de dificultades y, por tanto, asusta, resultando más cómodo, en principio, ligar nuestra suerte a alguien más fuerte, que solvente nuestras necesidades. Pero este camino ya no garantiza nuestra supervivencia “hasta que la muerte nos separe”, pues hasta los más creyentes se divorcian. Y, por supuesto, no podemos ni debemos limitarnos a parir un hijo a alguien para justificar así que todos los recursos que genere el resto de su vida deba ponerlos al servicio de ese grupo humano, aunque se vea expulsado de él para siempre.
Es injusto, pero, sobre todo, es socialmente inviable por el coste que el conflicto tiene y lo que supone de factor de riesgo para el grupo por el desequilibrio social que comporta. Las consecuencias son enfermedades físicas y psíquicas de los excluidos o las empobrecidas, pues si no existe una nómina que embargar, los más ricos pueden resultar los más insolventes. También contribuye a la violencia de chicos y chicas dirigida a los más cercanos, especialmente a madres y abuelos maternos, por ser las personas con quienes generalmente conviven, de lo que lleva alertando desde hace unos años la Fiscalía y los diferentes servicios sociales.
Y, por supuesto, deben esforzarse los hombres si no quieren ver limitado su papel al de sementales proveedores y ser expulsados en la crianza de sus hijos tras la ruptura. Deben asumir desde el inicio las responsabilidades para con ellos, pues las nuevas legislaciones apuntan a que se tendrá en consideración la relación existente con anterioridad. Así pues, ya no se trata de una exigencia ética porque no es justo que recaiga toda la carga de la reproducción en las mujeres, que seguiremos asumiendo por razones obvias la tarea los nueve primeros meses, pero deberemos compartirla los 30 años restantes, si todos queremos participar en el nuevo modelo social y no ser excluidos de la parte privada.
Para la incorporación plena de las mujeres a la vida pública se hacen necesarias políticas que, en la línea de los países de nuestro entorno, vayan más allá de repetitivas e infructuosas campañas publicitarias, de subvenciones a las organizaciones y congresos de mujeres para seguir divagando en generalidades o la creación de nuevos cuerpos funcionariales de comisarios/as políticos/as que velen para que las Administraciones hagan un uso correcto del lenguaje. Se debe ir mucho más allá. Se debe apostar por la coordinación entre las diferentes Administraciones para evitar inútiles reiteraciones y permitir una utilización óptima de los recursos en políticas transversales de los diferentes ministerios y consejerías que toman las imprescindibles decisiones de inversión en infraestructuras y servicios para atender a niños, ancianos y enfermos, pues esas tareas ya no las podemos seguir realizando gratuitamente las mujeres. Lo que resulta imprescindible para encarar con éxito un nuevo modelo social de respeto a la igualdad son más viviendas de protección oficial, guarderías y centros de día a precios asequibles y hospitales. España es el país de la UE que menos invierte en recursos sociales y los que llegan realmente a las mujeres que sufren violencia son muy escasos. Papá Estado paga y pega, pero la actual situación económica exige suprimir gastos superfluos y apostar por optimizar al máximo los escasos recursos que tenemos, evitando pensar que el nuevo modelo aparecerá por generación espontánea, ingresando masivamente a hombres en la prisión.
La sociedad también tiene que asumir que la reproducción no puede ser costeada fundamentalmente por las reproductoras, pues el beneficio es posteriormente socializado. Los niños y niñas de ahora son el futuro de las pensiones y los servicios de mañana. Su formación y cuidado deben ser el objetivo del grupo entero. Pero este esquema, seguido en mayor medida por los países del norte, cuesta enraizarlo en un país como el nuestro, hasta hace poco autárquico y con un modelo social básicamente individualista donde prima el “sálvese quien pueda”, lo cual es bastante suicida en este mundo globalizado.
1 comentario:
No es la primera vez que en mi bitácora hablo de feminismo totalitario, tampoco de nueva religión. Me encanta coincidir en estas apreciaciones con María Sanahuja. Pero más allá de eso entiendo que vuelve a poner el dedo en la llaga ante prácticas de manipulación e inquisitoriales difíciles de explicar en una sociedad que presume de democrática. Bien por María Sanahuja, bien por todos y todas los que creemos que no estamos transitando el camino correcto y deseamos poner freno a la deriva del feminismo dominante en nuestro país.
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