FUENTE: http://opinion.labutaca.net/2009/11/05/petit-indi-de-la-inocencia-a-la-madurez-del-canto-de-la-vida-a-la-desconfianza/
Marc Recha ofrece una fábula sobre la pérdida de la inocencia juvenil y la llegada a la madurez en un mundo hostil. “Petit indi” está plagada de sentido metafórico, es fría y sin emoción, pero nada pretenciosa ni falsa.
Viendo en la última Seminci la película “Petit indi”, no podía dejar de pensar en su director como ese jilguero volando en solitario y al margen de la industria, que canta con la Naturaleza y huye de las prisas y agobios de la ciudad, que mira con tristeza nuestro tiempo y evita un mundo de las apariencias y falsos entusiasmos recluyéndose en el silencio… porque así es su cine, fuera del sistema. Las películas de Marc Recha siempre han mirado al individuo marginal, solitario y a la deriva. Lo han hecho buscando en su interior unos sentimientos ocultos y una manera de ver la vida independiente y lejos de lo políticamente correcto. Y a pesar de ello, su cine respira pesimismo y tristeza, resquemor y atonía vital, como si no quisiera saber nada de tanto ruido superficial y prefiriera zambullirse en un océano de silencios y sentimientos a medio gas, como si el desencanto hubiera impregnado cada fotograma hasta dejarnos solos ante la dura realidad.
En esta ocasión, Recha nos ofrece una fábula sobre la pérdida de la inocencia juvenil y sobre la llegada a la madurez en un mundo hostil. Para ello nos presenta a Arnau, un chico introvertido, cabizbajo y silencioso, más amigo de los animales que de las personas, que sobrelleva la ausencia del padre y el encarcelamiento de la madre como puede, rodeado de una familia un tanto indolente. Vive en un barrio de Barcelona en transformación y amenazado por la nueva política urbanística, y entre sus parientes hay quien hace pequeños trabajillos y apuesta en el canódromo para poder pagar el alquiler, mientras él sueña con ganar un concurso de pájaros con su jilguero cantor ‘Petit indi’. Una historia mínima plasmada con abundantes silencios y pocas palabras, miradas lacónicas y cierta desesperanza hacia una tragedia que se ve venir. Así entiende el director el paso a la edad adulta, entre la pérdida de unos sueños puestos en una Naturaleza traicionera y el desencanto ante una justicia sin humanidad o una burocracia que todo lo atropella.
La cinta de Recha está plagada de sentido metafórico, pues esos paisajes que desaparecen —o esas cloacas y zonas repletas de basura— o la nueva política inmobiliaria son reflejo de la pérdida de humanidad, de la insensibilidad y arrojo ante un sistema materialista y consumista. Por eso, se entretiene en el cantar de los pájaros y contempla sin prisas la pureza de una naturaleza semisalvaje, lo mismo que mira sin enjuiciar la apatía de un tío que mata las horas en las carreras de perros o de otro que no hace más que estorbar en casa —sólo la tía de Arnau sale bien parada—. El director de “El árbol de las cerezas” quiere acercarse a sus personajes con la mínima expresividad, o al menos sin que esta llegue con una interpretación “excesiva”. Busca la contención, la autenticidad, los pequeños detalles cotidianos… y por eso el espectador debe valorar esos gestos y silencios si quiere percibir lo que pasa por dentro de los personajes, por eso debe estar dispuesto a prescindir del sentimiento fogoso, fácil o a flor de piel. Al final, la película queda un poco fría y sin emoción, pero nada pretenciosa ni falsa, con poca intensidad y como sin terminar al no aprovechar algunas subtramas. Delicada y sensible, pero triste y pesimista, esos cantos de jilguero —que son un brindis a la vida— se apagan porque Marc parece haber aprendido a no confiar en nada ni en nadie: según Recha, esa es la madurez de quien pierde la inocencia y se resigna ante el destino.
En esta ocasión, Recha nos ofrece una fábula sobre la pérdida de la inocencia juvenil y sobre la llegada a la madurez en un mundo hostil. Para ello nos presenta a Arnau, un chico introvertido, cabizbajo y silencioso, más amigo de los animales que de las personas, que sobrelleva la ausencia del padre y el encarcelamiento de la madre como puede, rodeado de una familia un tanto indolente. Vive en un barrio de Barcelona en transformación y amenazado por la nueva política urbanística, y entre sus parientes hay quien hace pequeños trabajillos y apuesta en el canódromo para poder pagar el alquiler, mientras él sueña con ganar un concurso de pájaros con su jilguero cantor ‘Petit indi’. Una historia mínima plasmada con abundantes silencios y pocas palabras, miradas lacónicas y cierta desesperanza hacia una tragedia que se ve venir. Así entiende el director el paso a la edad adulta, entre la pérdida de unos sueños puestos en una Naturaleza traicionera y el desencanto ante una justicia sin humanidad o una burocracia que todo lo atropella.
La cinta de Recha está plagada de sentido metafórico, pues esos paisajes que desaparecen —o esas cloacas y zonas repletas de basura— o la nueva política inmobiliaria son reflejo de la pérdida de humanidad, de la insensibilidad y arrojo ante un sistema materialista y consumista. Por eso, se entretiene en el cantar de los pájaros y contempla sin prisas la pureza de una naturaleza semisalvaje, lo mismo que mira sin enjuiciar la apatía de un tío que mata las horas en las carreras de perros o de otro que no hace más que estorbar en casa —sólo la tía de Arnau sale bien parada—. El director de “El árbol de las cerezas” quiere acercarse a sus personajes con la mínima expresividad, o al menos sin que esta llegue con una interpretación “excesiva”. Busca la contención, la autenticidad, los pequeños detalles cotidianos… y por eso el espectador debe valorar esos gestos y silencios si quiere percibir lo que pasa por dentro de los personajes, por eso debe estar dispuesto a prescindir del sentimiento fogoso, fácil o a flor de piel. Al final, la película queda un poco fría y sin emoción, pero nada pretenciosa ni falsa, con poca intensidad y como sin terminar al no aprovechar algunas subtramas. Delicada y sensible, pero triste y pesimista, esos cantos de jilguero —que son un brindis a la vida— se apagan porque Marc parece haber aprendido a no confiar en nada ni en nadie: según Recha, esa es la madurez de quien pierde la inocencia y se resigna ante el destino.
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