En los años 60 y 70, con el vistoso decorado de la guerra fría de fondo, el sexo se ideologizó hasta extremos nunca vistos | "La pequeña", película con una Brooke Shields de 12 años haciendo de prostituta, fue recibida con normalidad
La revisión de valores de los años 60 y 70 puso en suspenso muchas nociones. Entre ellas, la de la identidad sexual y la de pederastia. Cuando el debate sobre estas cuestiones vuelve a plantearse, vale la pena reconstruir legitimaciones y apologías que ahora nos parecen incomprensibles
¿El sexo es de derechas o de izquierdas? A veces resulta conveniente iniciar una reflexión con una pregunta manifiestamente estúpida para resaltar la posterior irrupción de otras que no lo son tanto y, en consecuencia, pueden llegar a parecer casi pertinentes e incluso inteligentes. Casi, pero no. Por supuesto, el sexo no es de derechas ni de izquierdas –a lo sumo, y dada su ubicación, podríamos encuadrarlo tautológicamente en el centro del cuerpo–. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. El vello, pongamos por caso, tampoco resulta en sí mismo identificable con ninguna ideología, pero todos somos capaces de reconocer las visibles connotaciones del fino bigotillo fascistoide y las de la selvática barba marxista o bakuniniana. En definitiva: está claro que la ideologización del sexo, el pelo, las piernas o la mano (¿en forma de puño, extendida con la palma hacia abajo?) resulta tan absurda como tentadora. Partiendo de esta acotación, es preciso reexplorar críticamente, y desde una nueva perspectiva, la imbecilidad con la que hemos iniciado el artículo: ¿el sexo es de derechas o de izquierdas?
Entre finales de la década de los sesenta y principios de la de los setenta, con el vistoso decorado de la guerra fría de fondo, el sexo se ideologizó hasta extremos nunca vistos. Las ideas de Freud ya se habían digerido, y las reivindicaciones de ciertas feministas de la época eran inseparables de una especie de revisionismo biológico en el que el clítoris constituía un órgano emancipador, mientras que el útero compendiaba la opresión del patriarcado. Por otra parte, los homosexuales empezaban a ganar la dura batalla de la visibilidad, que es el primer peldaño para alcanzar la dignidad del reconocimiento social. En Estados Unidos, muchos negros dejaron de alisarse el pelo (¡otra vez el pelo!) y lucían con orgullo aparatosos peinados afro. Bob Dylan repetía que los tiempos estaban cambiando, y tenía razón. Luego supimos que la tenía sólo por definición –el matiz es importante– y entendimos porqué se acabó convirtiendo al catolicismo, por ejemplo. Efectivamente, los tiempos cambian... siempre. Ese es el contexto de la mal llamada revolución sexual. En realidad, constituyó una mera ideologización coyuntural y desconcertantemente ingenua de determinadas conductas y actitudes, no siempre relacionadas con la sexualidad. La mayoría de esos cambios revolucionarios fueron efímeros. Pasaron a mejor vida hacia finales de los años ochenta, como consecuencia de la pandemia del sida. Lo que hacía sólo quince años se denominaba amor libre, pasó a llamarse simplemente promiscuidad. Todo un abismo semántico...
Curiosamente –o no– las dos grandes relecturas críticas de aquellos tiempos convulsos vinieron de la mano, casi al mismo tiempo, de dos norteamericanos de origen asiático: el ensayista Francis Fukuyama y el cineasta Ang Lee. La tormenta de hielo (1997) es quizá la película más deprimente y a la vez más lúcida del director de origen taiwanés,y está basada en la novela homónima del escritor norteamericano Rick Moody (The ice storm, 1994). Por su parte, La gran ruptura (1999) constituye sin duda uno de los textos más elaborados y conceptualmente sólidos de Fukuyama. Desde dos lenguajes diferentes, ambos autores bucean en las contradicciones de aquella supuesta revolución sexual, así como en la de sus variopintos aledaños y múltiples consecuencias. Obviamente, en aquel momento existían docenas de filípicas ultraconservadoras relacionadas con estos asuntos, que se planteaban casi siempre desde el integrismo religioso, la cerrazón moral u otras ideas de tono rupestre y primario. Lee o Fukuyama, en cambio, no moralizaban, sino que justamente se dedicaban a denunciar el denso y confuso tufillo moralizante de esa supuesta revolución. Lo que irritó entonces a una cierta izquierda es que La tormenta de hielo no constituye un libelo visual reaccionario, sino una denuncia claramente progresista de la viscosa hipocresía que reinaba en aquellos tiempos del todo vale. Para evitar suspicacias, no olvidemos que Ang Lee rodó posteriormente Brokeback mountain (2005), que es quizás la dignificación más honesta de la condición homosexual que se haya hecho nunca.
Por razones obvias, uno de los aspectos más controvertidos del proceso de ideologización que acabó denominándose impropiamente revolución sexual radica en las variadas legitimaciones y/o apologías de la pederastia que se produjeron en ese momento. Conviene aclarar que ese tipo de ideas ya están presentes en la tradición grecolatina, aunque aquí no vamos a referirnos a la Atenas del siglo IV a.C. sino a cosas que se decían con toda normalidad hace tan solo tres décadas. Ya hemos advertido al principio que conviene ser muy cautos con la pesada carga de estupidez de ciertas preguntas: ¿la pederastia es de izquierdas o de derechas, religiosa o laica, clásica o vanguardista? No, no, no. Lo que debemos averiguar es de dónde proviene exactamente el discurso legitimatorio que la acabó normalizando no hace tanto. Ese, y no otro, era el verdadero núcleo del debate que se produjo hace unos meses en relación a ciertas denuncias contra clérigos católicos por supuestos abusos. Se trata de un debate que se cerró en falso. El origen del discurso legitimatorio que comentamos –no de las prácticas, que por desgracia son antiquísimas– es muy concreto. En el momento en que el sexo fue conceptualizado sólo como un mecanismo liberador, sin más, las hormonas quedaron inexorable y severamente ideologizadas. No nos cansaremos de repetir que todo eso pasó en el periodo más tenso de la guerra fría, cuando todo, fuera importante o banal, quedaba connotado y formaba parte de una irreductible polaridad ideológica. El resto fue obra de la estética de la transgresión banal, tan propia de la época, así como de indigestos cócteles de Freud, Marx y Lévi- Strauss, agitados por maîtres à penser en las mejores brasseries de París. Como catalizador, un viejo paper elaborado en 1948: el Informe Kinsey. Desde una perspectiva metodológica, el informe Kinsey era un auténtico despropósito (para algunos, un fraude científico premeditado) que parecía tener como única función la homologación estadística de determinadas conductas, entre ellas la del propio investigador durante su adolescencia. Alfred C. Kinsey abogaba por la idea del continuum sexual, en la que no había exactamente hombres ni mujeres, ni homosexuales ni heterosexuales, ni adultos ni niños. Todo quedaba sujeto a una escala y, en consecuencia, todo era relativo. ¿Era aceptable la sexualidad entre adultos y niños? Respuesta: "¿Qué es un adulto, qué es un niño?". A todo ello habría que añadir que las identidades sexuales son meras construcciones culturales (Foucault) y que el poder se agazapa en ellas para dominarnos (aquí la lista seria larguísima: desde Wilhem Reich hasta Herbert Marcuse, pasando por el sociólogo valenciano Josep-Vicent Marqués, fallecido hace poco).
En sí mismo, abstractamente, ese proceso de relativización no sólo era legítimo, sino también necesario: las enormes oscilaciones que ha experimentado la noción de mayoría de edad, por ejemplo, tanto desde un punto de vista histórico como geográfico, resultan indiscutibles. El problema es que en aquel preciso contexto la anterior constatación quedaba subordinada a un objetivo puramente ideológico que, a su vez, confluía en un proceso de cambio social muy profundo. Esas son precisamente las turbulencias que condujeron a que una película como La pequeña (1978), de Louis Malle, protagonizada por una niña de 12 años (Brooke Shields), que hacía el papel de prostituta y aparecía completamente desnuda, fuera recibida en la época con toda normalidad. Hoy, por muchísimo menos, Malle tendría serios problemas. En la España de la misma época las cosas eran muy parecidas. En 1979, la Orquesta Mondragón publicaba el disco Muñeca hinchable, con letras de Eduardo Haro Ibars, que decían cosas como esta: "El hombre de los caramelos (...) a la puerta del colegio / espera para hacerte feliz / Y si deseas con él disfrutar / no te debes niño asustar / El tiene siempre lo que te hará gozar". El cantante de esa formación, Javier Gurruchaga, tenía, por cierto, un papel secundario en una película que Pedro Almodóvar rodó al cabo de pocos años, ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984). En una determinada escena, su personaje pedía permiso a la madre de un niño de unos ocho o nueve años, interpretada por Carmen Maura, para consumar en toda regla una especie de matrimonio pedófilo. No hay en esa escena ni un atisbo de denuncia, sino todo lo contrario.
Debate por zanjar
Curiosamente –o no– las dos grandes relecturas críticas de aquellos tiempos convulsos vinieron de la mano, casi al mismo tiempo, de dos norteamericanos de origen asiático: el ensayista Francis Fukuyama y el cineasta Ang Lee. La tormenta de hielo (1997) es quizá la película más deprimente y a la vez más lúcida del director de origen taiwanés,y está basada en la novela homónima del escritor norteamericano Rick Moody (The ice storm, 1994). Por su parte, La gran ruptura (1999) constituye sin duda uno de los textos más elaborados y conceptualmente sólidos de Fukuyama. Desde dos lenguajes diferentes, ambos autores bucean en las contradicciones de aquella supuesta revolución sexual, así como en la de sus variopintos aledaños y múltiples consecuencias. Obviamente, en aquel momento existían docenas de filípicas ultraconservadoras relacionadas con estos asuntos, que se planteaban casi siempre desde el integrismo religioso, la cerrazón moral u otras ideas de tono rupestre y primario. Lee o Fukuyama, en cambio, no moralizaban, sino que justamente se dedicaban a denunciar el denso y confuso tufillo moralizante de esa supuesta revolución. Lo que irritó entonces a una cierta izquierda es que La tormenta de hielo no constituye un libelo visual reaccionario, sino una denuncia claramente progresista de la viscosa hipocresía que reinaba en aquellos tiempos del todo vale. Para evitar suspicacias, no olvidemos que Ang Lee rodó posteriormente Brokeback mountain (2005), que es quizás la dignificación más honesta de la condición homosexual que se haya hecho nunca.
Por razones obvias, uno de los aspectos más controvertidos del proceso de ideologización que acabó denominándose impropiamente revolución sexual radica en las variadas legitimaciones y/o apologías de la pederastia que se produjeron en ese momento. Conviene aclarar que ese tipo de ideas ya están presentes en la tradición grecolatina, aunque aquí no vamos a referirnos a la Atenas del siglo IV a.C. sino a cosas que se decían con toda normalidad hace tan solo tres décadas. Ya hemos advertido al principio que conviene ser muy cautos con la pesada carga de estupidez de ciertas preguntas: ¿la pederastia es de izquierdas o de derechas, religiosa o laica, clásica o vanguardista? No, no, no. Lo que debemos averiguar es de dónde proviene exactamente el discurso legitimatorio que la acabó normalizando no hace tanto. Ese, y no otro, era el verdadero núcleo del debate que se produjo hace unos meses en relación a ciertas denuncias contra clérigos católicos por supuestos abusos. Se trata de un debate que se cerró en falso. El origen del discurso legitimatorio que comentamos –no de las prácticas, que por desgracia son antiquísimas– es muy concreto. En el momento en que el sexo fue conceptualizado sólo como un mecanismo liberador, sin más, las hormonas quedaron inexorable y severamente ideologizadas. No nos cansaremos de repetir que todo eso pasó en el periodo más tenso de la guerra fría, cuando todo, fuera importante o banal, quedaba connotado y formaba parte de una irreductible polaridad ideológica. El resto fue obra de la estética de la transgresión banal, tan propia de la época, así como de indigestos cócteles de Freud, Marx y Lévi- Strauss, agitados por maîtres à penser en las mejores brasseries de París. Como catalizador, un viejo paper elaborado en 1948: el Informe Kinsey. Desde una perspectiva metodológica, el informe Kinsey era un auténtico despropósito (para algunos, un fraude científico premeditado) que parecía tener como única función la homologación estadística de determinadas conductas, entre ellas la del propio investigador durante su adolescencia. Alfred C. Kinsey abogaba por la idea del continuum sexual, en la que no había exactamente hombres ni mujeres, ni homosexuales ni heterosexuales, ni adultos ni niños. Todo quedaba sujeto a una escala y, en consecuencia, todo era relativo. ¿Era aceptable la sexualidad entre adultos y niños? Respuesta: "¿Qué es un adulto, qué es un niño?". A todo ello habría que añadir que las identidades sexuales son meras construcciones culturales (Foucault) y que el poder se agazapa en ellas para dominarnos (aquí la lista seria larguísima: desde Wilhem Reich hasta Herbert Marcuse, pasando por el sociólogo valenciano Josep-Vicent Marqués, fallecido hace poco).
En sí mismo, abstractamente, ese proceso de relativización no sólo era legítimo, sino también necesario: las enormes oscilaciones que ha experimentado la noción de mayoría de edad, por ejemplo, tanto desde un punto de vista histórico como geográfico, resultan indiscutibles. El problema es que en aquel preciso contexto la anterior constatación quedaba subordinada a un objetivo puramente ideológico que, a su vez, confluía en un proceso de cambio social muy profundo. Esas son precisamente las turbulencias que condujeron a que una película como La pequeña (1978), de Louis Malle, protagonizada por una niña de 12 años (Brooke Shields), que hacía el papel de prostituta y aparecía completamente desnuda, fuera recibida en la época con toda normalidad. Hoy, por muchísimo menos, Malle tendría serios problemas. En la España de la misma época las cosas eran muy parecidas. En 1979, la Orquesta Mondragón publicaba el disco Muñeca hinchable, con letras de Eduardo Haro Ibars, que decían cosas como esta: "El hombre de los caramelos (...) a la puerta del colegio / espera para hacerte feliz / Y si deseas con él disfrutar / no te debes niño asustar / El tiene siempre lo que te hará gozar". El cantante de esa formación, Javier Gurruchaga, tenía, por cierto, un papel secundario en una película que Pedro Almodóvar rodó al cabo de pocos años, ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984). En una determinada escena, su personaje pedía permiso a la madre de un niño de unos ocho o nueve años, interpretada por Carmen Maura, para consumar en toda regla una especie de matrimonio pedófilo. No hay en esa escena ni un atisbo de denuncia, sino todo lo contrario.
Debate por zanjar
Antes hemos apuntado que el debate acontecido hace unos meses sobre las múltiples denuncias de pederastia interpuestas contra determinados clérigos católicos se cerró en falso. Interesadamente, se exageraron unas cosas y se omitieron otras. Además, la Iglesia católica tuvo una actitud titubeante y ambigua, que contribuyó a elevar mediáticamente determinados rumores a la categoría de hechos. El papel de algunos intelectuales fue también decepcionante: en cuestión de semanas, muchos pasaron de relativizar jocosamente el caso Polanski a rasgarse la túnica por otros casos similares que se atribuían a curas. He aquí, justamente, el motivo básico por el que el mencionado debate se zanjó en falso: nadie quiso reconocer el trasfondo ideológico del asunto, que conducía por fuerza a una severa revisión de lo que en su momento dio en llamarse revolución sexual. La pederastia está documentada desde hace muchos siglos, pero su legitimación data de hace bien poco, al menos en un sentido moderno. No es casual que la primera gran reprimenda que recibió el icono generacional de Mayo del 68, Daniel Cohn-Bendit, estuviera relacionada con sus fantasías sexuales con niñas de cinco años.
Cerremos el artículo con la misma pregunta estúpida con la que lo hemos iniciado: ¿el sexo es de derechas o de izquierdas? Ideologizar determinadas pulsiones humanas, sean del tipo que sean, resulta, como mínimo, absurdo. Pero olvidar la realidad de esa ideologización, que en el caso que comentamos se produjo hace poco más de una generación, es directamente deshonesto. El sexo, en todas sus versiones, no es ni de derechas ni de izquierdas, ni religioso ni laico, ni antiguo ni moderno, ni progresista ni conservador. Y la pederastia es un tema incómodo, pero real, y por eso no conviene enterrarlo ahora precipitadamente con excusas de derechas o de izquierdas, con subterfugios religiosos o bien laicos, con viejas falacias o con sutilezas posmodernas recién pintadas. Ya que, por desgracia, el tema está sobre la mesa, tratémoslo honestamente.
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