Jóvenes y sexo: el estereotipo que obliga y el rito que identifica (FAD)
Ignacio Megías Quirós, Elena Rodríguez San Julián, Susana Méndez Gago, Joan Pallarés Gómez (2005).Edición electrónica
En la actualidad contamos con un exhaustivo mapa comportamental en materia de sexualidad de los adolescentes y jóvenes pero desconocemos profundamente el significado y el valor que ellos dan al sexo y a la sexualidad. Profundizar sobre ello permite analizar la función simbólica e identitaria que la sexualidad tiene para los jóvenes, alcanzando un mejor conocimiento de la función del comportamiento sexual y, por ende, obteniendo mejores posibilidades de orientarlo.
Si nos acercamos a la significación del comportamiento erótico-sexual, trascendiendo los meros datos descriptivos de dichas conductas, es muy probable que consigamos acercarnos a la realidad de los jóvenes desde una nueva perspectiva, y podamos así abrir un campo de significaciones que quizá arrojen más información, e información más relevante, sobre la permanencia de conductas de riesgo.
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5. Decálogo de conclusiones
PRIMERO: LA LOSA DEL ESTEREOTIPO
Lo más llamativo, poderosamente llamativo, en una primera aproximación al discurso
grupal de jóvenes y adolescentes sobre el sexo, es la escenificación de
dicho discurso. Chicas más o menos circunspectas, hablando sobre lo que les
inquieta o sobre lo que les atrae, pretendiendo un análisis crítico y esclarecedor,
por momentos dubitativas y cuestionadoras de sus propias posturas, tendentes a
caer con facilidad en un silencio diríase que reflexivo. Chicos exultantes, con un
verbo avasallador, que interrumpe, solapa, cabalga sobre la palabra de los otros,
que expresan sus ideas de una forma atropellada, como quien lo tiene muy pensado,
que puntúan sus expresiones con bromas y risas, que parecen estar de acuerdo
en cada cosa que dicen, y que celebran ese acuerdo en una ceremonia de
identidad triunfante.
Esta formalización llamativamente diferenciada del discurso expresa con claridad
hasta qué punto persiste un estereotipo que genera un abismo de distancia entre
hombres y mujeres, entre chicos y chicas, a la hora de enfrentar las cuestiones
relativas al sexo. Después de décadas de lucha por la igualdad de género, después
de haber intentado, y aparentemente conseguido, múltiples avances en esa igualdad,
por debajo de manifestaciones formales que aseguran que la equiparación
estaría a punto de conseguirse, por debajo incluso de las explicaciones que los
propios jóvenes dan abundando en el sentido de que “todos somos iguales”, lo
cierto es que parece que seguimos en una situación en la que la inmensa losa del
estereotipo está muy lejos de haber sido removida.
No se trata de que unos y otras tengan discursos diferenciados y confrontados. No
es válida una interpretación unidireccional que explique que un género explota al
otro imponiéndole una determinada manera de pensar, que hace que ese otro
género se rebele y se atrinchere en un discurso contrario. Las cosas parecen más
complejas. Da la impresión de que estamos en presencia de una construcción dialéctica
del discurso, montado desde las dos partes y que las dos partes alimentan y
tienden a mantener. Los chicos y las chicas cuentan cosas diferentes, pero ratificando
la visión que cada colectivo tiene sobre sí mismo y sobre el género contrario.
Ellos dicen que son de una determinada manera y ellas, en su discurso, ratifican
que efectivamente ellos son así. Ellas se describen en un modelo que los compañeros
reconocen y autentifican.
Al tiempo, esas dos visiones no sólo se complementan sino que en cierta medida
se explican la una a la otra. Los chicos no serían como son, al menos no serían
tan como son, si ellas fueran de diferente manera; y las chicas no tendrían
que comportarse, no sentirían que tienen que comportarse, como lo hacen, si
ellos no condicionaran esa reacción desde sus propias visiones y desde sus
propias conductas. En definitiva, si el estereotipo funciona, y funciona por
encima de cualquier consideración o cambio, es porque ambos géneros comparten
una perspectiva común, se mueven en una unidad imaginaria que les
condiciona a todos.
Obviamente estas consideraciones descriptivas no eliminan la posible mayor responsabilidad
que, de cara al mantenimiento del estereotipo, puedan tener uno u
otro género, unas u otras instituciones sociales. Es cierto que el contexto marca a
todos y dificulta tener una perspectiva diferencial y avanzar en una reflexión crítica.
Es cierto también que, aun cuando un estereotipo sea mantenido por dos partes
dialécticamente confrontadas, una de ellas bogará a favor del viento del constructo
social previo (y en ese sentido tendrá mayor responsabilidad en el mantenimiento
de la construcción final), y la otra tendrá que navegar contracorriente del
constructo sociológico, de la representación social. No es menos verdad que los
cambios que, en los últimos tiempos, pueden haberse producido en el estatus de
desigualdad de género han sido protagonizados por el colectivo femenino, que ha
luchado en inferioridad manifiesta de condiciones y en contra de lo dominante.
Lo único que añadimos es que, hoy por hoy, el estereotipo subsiste y que, como
no puede ser de otra manera, es un estereotipo alimentado por las corrientes dialécticas
que, por una parte están confrontadas pero por otra parte se retroalimentan
y justifican la una a la otra.
Por debajo de la afirmación de igualdad formal en el discurso, los chicos y las chicas
cuentan cosas diferentes, se dirigen a interlocutores diferentes cuando las
cuentan, refieren distintas expectativas, también temen cosas distintas, y dicen
que efectivamente se comportan de una manera diferente los unos de las otras.
El discurso masculino es una celebración del propio comportamiento sexual y,
más aún, del deseo que, supuestamente todo lo invade. De lo que hablan los chicos
es de sus conquistas o de su deseo de conquistar, y lo hacen en el convencimiento
de que todos ellos van a hablar de lo mismo, todos van a ser comprendidos
y, por tanto, la propia experiencia y lo que de ella se cuente caerá en el terre-
no abonado de lo compartido, que elevará el discurso a la categoría de incuestionable.
Las chicas hablan mucho menos del deseo y menos aún de la traducción
comportamental de ese deseo. Hablan más de emociones, del sentido de estas
emociones y de los miedos que, inevitablemente, las acompaña. Y hablan de estas
cosas desde una postura no tan convencida de que lo que digan va a ser bien acogido
por las compañeras. Aparecen muchas más dubitaciones, aparecen elementos
de autocuestionamiento y, más que un tono autoafirmativo, lo que se da es un
planteamiento de búsqueda, que espera la confirmación en otros discursos; ocasionalmente
se puede observar un tono provocador, aparentemente reactivo,
cuando se plantean cuestiones que rozan el límite admisible del estereotipo. No
es extraño, por tanto, que estas diferencias aparezcan con claridad cuando los
grupos están constituidos sólo por chicos o sólo por chicas, y que en cambio en
los grupos mixtos el diálogo se haga difícil, lleno de interrupciones, preñado de
reticencias, de dudas y de, aparentemente, medias palabras.
Siendo así las cosas, se comprende perfectamente que el horizonte de interlocución
de los jóvenes y de los adolescentes sea prácticamente todo el universo de
sus congéneres. Cuando hay que contar, se cuenta a todos; no hay ningún tipo de
reticencia ni de restricción al respecto; lo que hay que comunicar puede, incluso
debe, ser oído por todos. No sólo no aparecería una tendencia de autorrestricción
en el discurso verbal de los chicos sino que, de señalarse algún tipo de tendencia,
debería ser hacia la manifestación incoercible de todo lo que se piensa, de todo
lo que se actúa. Por el contrario, las chicas tienden a vivir con muchas más dificultades
la exigencia de encontrar un interlocutor válido para lo que tengan que
contar. Como lo que hay que decir, en el caso de las mujeres, pone mucho más
de manifiesto las emociones y los temores, los deseos y las insatisfacciones, no
vale cualquier interlocutor; no vale cualquier conocida, puesto que el simple
hecho de que también sea mujer no anula completamente las posibilidades de
discrepancia (ya veremos, que incluso desde algunos elementos del estereotipo,
estas tensiones pueden aumentar en relación con otras mujeres). Tampoco en
muchas ocasiones vale la propia pareja, que al fin y al cabo es del otro sexo y
quizás no participa de la propia visión de las cosas. Con quien hay que hablar,
con quien se puede hablar con más tranquilidad, es con las amigas y con las amigas
más íntimas, de las que cabe esperar una cierta complicidad en los planteamientos,
una comprensión de lo que se va a contar y una tolerancia hacia las propias
insuficiencias.
En el diálogo sobre el sexo, lo que los chicos dicen esperar es básicamente la
satisfacción del propio deseo y, sobre todo, ya lo decíamos, el reconocimiento y
la institucionalización, casi la celebración, de ese deseo. Las chicas por contra,
esperan encontrar algo muy diferente: la pareja. Pero no la pareja en el sentido
clásico del estereotipo, como elemento de sostenibilidad operativa, de seguridad
en la vida, de tutela o de protección; la pareja que se espera sería la que ofrece la
posibilidad de culminación de las propias necesidades emocionales, afectivas y,
finalmente, sexuales. No es la realización del sexo como pura traducción comportamental
del deseo lo que domina, según el discurso de las adolescentes y de las
jóvenes; lo que primaría sería esa necesidad de encontrar realizadas las propias
expectativas en relación con una vinculación emocional y sexual a alguien. Bien
es cierto que, luego lo veremos, esa expectativa lleva en sí misma un germen de
inseguridad, que hace que se plantee como una expectativa ideal que muy probablemente
no va a poder ser realizada. Y ahí, en ese segundo momento post-ideal,
aparecería un comportamiento más parecido al de los compañeros varones. Si la
pareja falla, cuando la pareja falle, cuando la pareja se desmitifique, cuando se
hayan calmado las expectativas primarias e ideales, entonces, lo que las chicas
supuestamente esperarán será tener una vida más parecida a la vida que traduce
el deseo de los chicos: una vida más llena de sexualidad, de sensualidad cambiante,
con menos sentimientos de fidelidad o de culpa por la infidelidad, también
con menos visión de trascendencia de las relaciones, con un mayor nivel si se
quiere de frivolización. Es una expectativa secundaria, más libre que la primera,
pero que no puede negar un cierto punto de frustración; no por casualidad es una
expectativa vicaria, que aparece cuando, aunque sea por un fatalismo sospechado,
se cree que va a fracasar lo que de entrada se solicita.
En función de lo anterior, los chicos sólo exigen en su conducta sexual suficientes
atractivos para ponerla en marcha. Y además, siendo ese deseo presuntamente
invasor, las expectativas ni siquiera son muy elevadas. Ciertamente, el que se
pueda establecer contacto con una chica con cualidades físicas por encima de la
media supone un valor sobreañadido, que permitirá una satisfacción suplementaria;
pero es un valor añadido, no una condición de partida innegociable. Por el
contrario, las chicas van a esperar, de cara a sus posibles relaciones sexuales,
que exista una complicidad emocional en la conexión; van a esperar sentirse
entendidas, sentirse estimuladas afectivamente, sentir que se establece una cierta
camaradería y una cierta capacidad de atracción, que finalmente culminará en el
acto sexual.
De ahí que los temores fundamentales de los varones tengan que ver con el quedar
mal, con el no “dar la talla”, bien porque no se consiga realizar el comportamiento
sexual, porque no se consiga el encuentro, bien porque no se logre expresar
ostentosamente el deseo, bien porque no se esté a la altura de las exigencias
que ese deseo y ese encuentro sexual suponen y plantean. Los temores de las chicas
tendrían más que ver con no ser suficientemente atractivas para entrar en el
juego del horizonte sexual de los varones y, sobre todo, con el verse frustradas en
su expectativa de relación emocional. El temor de las adolescentes y de las jóvenes
está mucho más referido a la inestabilidad o a la infidelidad del varón. Secundariamente,
habría un temor importante en las chicas, que tendría que ver con la
vivencia de competición que puedan sentir con sus propias compañeras.
Todo esto hace que el comportamiento de ellos y ellas sea radicalmente distinto.
Ellos tienen que estar, se supone que la propia naturaleza se lo impone, siempre
“al ataque”. Tienen que buscar, unas tras otras, aventuras sexuales que demuestren
esta inevitabilidad del deseo. Tienen que cubrir las exigencias de los otros y
tienen que calmar los propios miedos en una huída contrafóbica, realizando o
aproximándose a la realización de esa conducta sexual que se autoimponen como
obligación. Ellas, en cambio, deben mantenerse en una postura intermedia, en un
equilibrio inestable, entre no participar en el juego sexual (lo que viene obligado
por la necesidad de controlar que no jueguen demasiado con ellas: “si me muestro
‘fácil’, casi inevitablemente van a jugar conmigo”), y la otra posición de tener
que participar en el juego para no quedar eliminada de la competición (“si soy
excesivamente rígida, por ‘estrecha’, no tendré ninguna oportunidad de establecer
una relación”). Es un equilibrio difícil de encontrar, que pone en juego toda una
teoría y una praxis de “tira y afloja” y que somete a la chica a un perpetuo autocuestionamiento
y que, también hay que decirlo, la pone de continuo en el escaparate
del juicio grupal. Además esto se complica desde el momento en que,
según el discurso femenino, también abonado por el de sus compañeros, la chica
no busca tanto la relación sexual como dar rienda suelta a una tendencia natural
al flirteo. La chica debe moverse en el plano de la seducción, sin que eso implique
necesariamente que quiera encuentro sexual; los chicos, que no distinguen
entre flirteo y sexualidad, se mostrarán por una parte perplejos y por otra censuradores
de este comportamiento, tendiendo a estigmatizar a aquéllas que no flirtean
(por “poco mujeres”) y a las que, flirteando, no acceden al acto sexual (por “falsas”).
Tampoco se libran las que finalmente acceden al sexo, porque serán señaladas
como frívolas y como mujeres que merecen escasa fiabilidad.
Todas estas diferenciaciones por género, abonan de forma clara la pervivencia del
estereotipo. Tendremos oportunidad de analizarlas más en profundidad en
siguientes apartados de las conclusiones.
SEGUNDO: “EPPUR SI MUOVE”
A pesar de la contundencia del estereotipo, parece claro que hay determinadas
posturas que están cambiando, o que han cambiado, a veces de una forma llamativamente
perceptible. Estamos hablando de los cambios en el comportamiento
sexual, y de las actitudes que sustentan esos cambios, tanto como del discurso
que se establece sobre conductas y posturas actitudinales.
No parece que se pueda negar, de hecho forma parte de lo que por todos lados se
señala, no pocas veces con cierto miedo o aprensión, que, sobre todo las mujeres,
han modificado sustancialmente su comportamiento sexual a lo largo de las últimas
décadas. Tal como se decía en la introducción, toda una serie de cambios
sociológicos, económicos, culturales, incluso políticos, han favorecido que el
comportamiento tradicional de la mujer en España, en lo que se refiere a la
dimensión sexual, haya experimentado o esté experimentando notables transformaciones.
Una mayor libertad sexual, una posibilidad de que esta mayor libertad
se ejercite en el escenario de lo social, una drástica modificación de las condicio-
nes del ejercicio del rol femenino en muchos aspectos de la convivencia (laborales,
familiares, económicos, etc.), todo ello ha propiciado que se estén dando unas
significativas modificaciones en la forma de conducta sexual de la mujer. Ni que
decir tiene que estos cambios afectan muy principalmente a la forma de comportarse
de las mujeres jóvenes y adolescentes; casi podría decirse que es sobre todo
en ellas donde se da la experiencia de la transformación.
Analizando el discurso de los grupos que conforman el horizonte de esta investigación,
cabría la interpretación de que esos cambios en el comportamiento y esos
cambios en las actitudes de las mujeres, en cierta medida, se han producido a
pesar del mantenimiento de la postura masculina. En el discurso verbal de los chicos
no parecen existir muchos elementos que abonen la necesidad del cambio, y
mucho menos que lo expliquen. El estereotipo masculino, el rol del joven, parece
tan firme y tan asentado que no facilita el imaginarse cómo a partir de él, a partir
de la falta de fisuras de ese discurso monolítico, puede haberse producido la
transformación. Cosa distinta es la que se deriva del análisis del discurso de las
adolescentes, que si bien confirma, ya lo decíamos, gran parte de los postulados
que preconiza el estereotipo de género, si lo mantiene y alimenta, también presenta
algunos elementos reflexivos, de cuestionamiento del propio papel, críticos
respecto a la propia postura, que sí que podrían ser soportes válidos para un cambio
actitudinal y comportamental. Por otra parte se entiende fácilmente que se
pueda producir una dinámica de evolución a partir de posturas más reflexivas y
más dubitativas, como son las posturas femeninas, mejor que a partir de posiciones
tan monolíticas como parecen ser las de los varones. Bien cierto es que esta
posibilidad de cambio no se hará sin grandes dificultades, sin oposiciones,
muchas veces oposiciones de las propias protagonistas del discurso, que se ven en
gran medida lastradas por el peso de la posición estereotipada.
Es más fácil analizar los indicios que explican la posibilidad de ir cambiando, en
las entrevistas individuales. Aunque éstas confirman en líneas genéricas las posturas
grupales, también dan una mejor oportunidad de hablar desde la propia experiencia,
desde la propia inquietud y desde las propias contradicciones. Por eso, en
lo que se extrae de esas entrevistas personales, sí aparecen algunos elementos más
de modificación de los roles de género, sobre todo en las entrevistas con chicas.
En cualquier caso, en la evolución de los roles, sobre todo del rol femenino, los
chicos parecen irse adaptando sólo a regañadientes, en el afán de no perder la
dialéctica de complementación que viene exigida por la construcción social. La
que parecería querer cambiar es la mujer; el hombre acepta que tiene que hacerlo,
un poco al rebufo de sus compañeras, viéndose obligado a dicha aceptación
(que en el imaginario colectivo de muchos de ellos puede vivirse como una claudicación)
por la necesidad de mantener un rol complementario, necesario para
seguir manteniendo la interacción con las mujeres.
Daría la impresión de que en ese proceso de cambio del rol femenino, las modificaciones
se han visto influidas por una pauta identificatoria con lo que ha sido
históricamente el rol masculino. Es como si las mujeres tuvieran que cambiar no
tanto para ser “más mujeres” sino, sobre todo, para ser “más como los hombres”.
Este fenómeno, que podría ser criticado desde algunas perspectivas, no deja de ser
explicable dado el patente desequilibrio de los roles de género que se ha vivido
históricamente; un desequilibrio tan manifiesto, que conlleva casi como primera
necesidad la obligación de reequilibrar las fuerzas; y en ese reequilibrio de las
fuerzas, lo lógico es que el rol más desfavorecido se haya visto influido por las
características de aquello que le faltaba, a lo que quería acceder.
La fantasía o el proyecto de ser una mujer más libre, más como pueden ser los
hombres, es un proyecto que las chicas casi siempre refieren al futuro. Son las
jóvenes más “maduras”, más “cuajadas”, las que pueden mantener ese comportamiento
en el que el sexo aparece más desmitificado, pero también más suelto en
la medida en que está libre de todas esas connotaciones de carga emocional, de
compromiso, de relación estrecha, que supone la pareja, y que es el constructo
que durante toda una serie de etapas mueve el comportamiento sexual de las adolescentes
(algunas conductas exageradas en sentido contrario, muchas veces no
son sino un comportamiento reactivo, más provocador que otra cosa). Estas adolescentes
piensan que, cuando sean mayores, ya podrán tener un sexo de esas
características, al que todavía no pueden acceder por sus condicionamientos
emocionales, y que ese poder hacerlo las convertirá en más libres.
Pero también hay que señalar que en esa fantasía de futuro, el proyecto de libertad
aparece teñido de un cierto tinte de frustración. Efectivamente, el estereotipo
actual es el que lo dice, se podrá ser más libre para el comportamiento sexual
cuando ya no sea tan prioritario el cumplimiento de las exigencias de una relación
emocional de pareja; dicho de otra manera, cuando la pareja haya fracasado.
O cuando se haya desmitificado, otra forma de fracaso, la ilusión de una pareja tal
cual la adolescente la concibe. Si la joven que se inicia en el sexo consigue hacerlo
en el marco de una relación de pareja que la satisfaga emocionalmente, para la
que el sexo sea la culminación de la intimidad, si se consigue mantener ese clima
a lo largo del tiempo y la pareja cuaja, eso dará acceso a una forma de vida claramente
diferenciada, y mejor, en la que el sexo podrá investigarse y que permitirá
que se profundice en él de una manera a la que nunca se accede desde las relaciones
esporádicas, pero en la que el sexo también será algo cotidiano que perderá
una parte de su atractivo, aunque sólo sea el atractivo que añade el flirteo, exigido
por la dinámica grupal para la relación entre sexos. Lo que pasa es que, si
ese proyecto de relación completa, emocionalmente completa, no se realiza, si se
frustra, entonces se producirá un cierto desbordamiento emocional, que quizás no
tanto deje ganas de reintentar la experiencia de pareja cuanto abra a la mujer la
posibilidad de, renunciando a ese ideal, moverse en un plano de relaciones esporádicas
que permita un mayor equilibrio con el varón. Paradójicamente, este estadío
de evolución de la mujer la convierte en una mujer más libre pero, daría la
impresión, intimimamente más frustrada. Es a la vez un triunfo y un fracaso, un
progreso en la libertad y una cierta frustración de las expectativas emocionales
que el estereotipo obliga inicialmente a sentir.
TERCERO: EL SEXO QUE NOS IDENTIFICA
(O LA INEVITABLE NATURALEZA DE LAS PASIONES)
La almendra de la representación de adolescentes y jóvenes, chicos y chicas,
sobre su sexualidad y su comportamiento sexual, está situada en el convencimiento
compartido de que son distintos desde la perspectiva de su “naturaleza sexual”.
Ellos son así, inevitablemente “sexuales”; ellas, independientemente de cómo
sean, deben mostrarse mucho más comedidas. Ni siquiera se trata de una convicción
montada sobre una visión diferencial de la intensidad de las pulsiones sexuales.
Hasta ahí no se llega. Más bien se trata del convencimiento compartido de
que, por mucho que las chicas también puedan tener un deseo sexual, que en
muchas ocasiones, eso sí, no se presupone tan intenso como el de sus compañeros,
por mucho que también ellas puedan reconocer ese deseo, tienen que matizarlo,
vedando sus expresiones más manifiestas. Es claro que la otra cara de esta
convicción se monta sobre la idea de que las chicas, de forma contraria a los chicos,
sí pueden controlar y controlarse.
Ya decíamos que el adolescente varón escenifica su deseo sexual, casi podría
decirse que dramatiza la celebración del mismo, y lo hace de manera grupal, utilizando
al grupo como escenario, como público y como altavoz de esa celebración.
Como la mujer del César no podía limitarse a ser honesta sino que debía
hacer ostentación de esa honestidad, el adolescente no puede permitirse sólo
tener deseos sexuales sino que debe sobreactuar la representación de los mismos.
Las chicas también sienten tener que expresar sus necesidades en ese sentido,
pero asumiendo de entrada que es en ellas donde recae la capacidad de controlar
y de racionalizar las pulsiones; serían ellas las encargadas de introducir un rasgo
de sentido común, de sensatez, en esa tormenta pulsional ante las que sus colegas
masculinos estarían indefensos. El hombre sería un títere de las pasiones; la
mujer, por muy pasional que sea, tiene el poder y el mandato, de navegar en
medio de ese huracán.
Obviamente esta posición de partida modula de forma clara las expectativas y el
comportamiento al respecto de unos y otras. Lo que hay que hacer y lo que no se
debe hacer vienen claramente orientados por esa base de partida, consensuada
por el imaginario de todos. Los chicos deben, antes que nada y sobre todo, actuar
su deseo. Y hacerlo, bien tratando de llevarlo a la práctica, que eso es lo que
determina el propio “deber ser” y lo que los colegas esperan, bien, al menos,
explicitando claramente que están a toda costa intentando hacerlo. Lo que define
al adolescente varón no es tanto su actividad sexual como el clima comportamental
determinado, cuando no monopolizado, por la intención explícita de realizar
esa actividad.
La chica, enfrentada a esa tormenta de supuestos deseos de sus compañeros, aun
no pudiendo no reconocer en ella misma algún rastro de los mismos sentimientos,
siente tener que situarse de una forma que no traicione las expectativas que la
representación compartida asigna a su género: para ella, el encuentro sexual no
puede desligarse totalmente de otras necesidades, de otros compromisos. Con más
o menos claridad siente que se le pide que en la relación incluya la amistad, una
cierta dosis de confianza (dentro de lo que cabe confiar en los entes hormonados
con los que tiene que lidiar), y que el encuentro sexual suponga una cierta culminación
de unas formas de encuentro más completas. Todas estas demandas,
supuestas y emanadas de su rol de género, la llevan a mostrarse más retraída, más
a la expectativa, más reticente respecto a las concesiones, todo ello sin llegar a los
extremos que supondría su inclusión en la también anormal categoría de “la que
no entra en el juego”. Como se ve, un discurso actitudinal mucho más complejo
que ese otro, directo y plano, de los varones. Un discurso que no permite la celebración
colectiva, en el espacio del grupo de amigos, sino que más bien lleva a la
reflexión, a los circunloquios de preocupación, a la espiral de un discurso sin
soluciones claras, eternamente repetido, que las amigas (aquéllas a las que se
puede llamar amigas, que luego veremos que no todas las compañeras son fiables)
escucharán, enfatizarán y retroalimentarán con sus propias dudas.
El paso al acto, la realización práctica del encuentro sexual, cambiará las cosas.
En ellos, porque ya no convertirá en tan necesarias la ostentación de lo que se
quiere ni las maniobras para conseguirlo; en ellas, porque les permitirá acceder a
un estatus diferente en el que nuevos miedos enturbiarán su horizonte, pero también
el reconocimiento de nuevos recursos abrirán otras posibilidades. Pero eso es
materia de otro capítulo de conclusiones.
CUARTO: ENTRE UN FUTURO IDEAL
Y LAS CLAUDICACIONES Y MIEDOS DEL PRESENTE
Las posturas adolescenciales ante el sexo, con lo que identifican y también con la
ansiedad que crean, son vividas como un tiempo a superar. A veces de manera
explícita y otras de forma soterrada, en el discurso de chicos y chicas aparece
siempre un elemento de perspectiva longitudinal que supone que más tarde, a
partir de un cierto momento, las cosas serán distintas: se accederá a un estadío de
mayor madurez en el que las premisas cambiarán y, por tanto, el resultado comportamental,
también podrá ser diferente. Esa proyección hacia una supuesta
madurez tiene su equivalente en la atribución de inmadurez que se maneja cuando
el análisis de la representación adquiere un carácter retrospectivo. Igual que se
cree que, tanto chicos como chicas, cuando crezcan podrán ser más maduros,
también se siente, tanto lo hacen ellos como ellas, que los compañeros de menor
edad se comportan con una evidente inmadurez.
Esa presunta maduración, que se imagina desde las fantasías adolescenciales y de
los primeros años de juventud, se monta básicamente sobre la intención proyectada
de “haberlo hecho, haber cumplido y saber de qué se trata”. En los varones, la
experiencia realizada permite relajarse en la necesidad de “celebrar y ostentar el
deseo”, de la que hablábamos. Ya no será preciso demostrar que todo lo que se
hace está determinado por la necesidad de “ligar”; incluso cuando efectivamente,
todo lo que se haga siga estando encaminado a lo mismo, esta postura se lleva, y
se muestra, con la “naturalidad” de quien no tiene nada que demostrar (“soy así,
es natural que me comporte así, pero no lo hago para que los demás se enteren”),
bien es cierto que sin olvidar que, aunque sea descuidadamente, no está mal
seguir con una demostración que se sabe que los demás admirarán. En otros
casos, esos chicos ya “maduros”, podrán incluir en sus expectativas otra serie de
requisitos más exigentes que los determinados por el afán del puro “ligue” y se
permitirán enfocar una relación más compleja, más próxima a la que sus compañeras
se supone que buscan desde el principio, más completa en algunos aspectos
pero que, dentro de un orden, implica algunas mayores limitaciones en las posibilidades
de actuar.
La expectativa de futuro de las jóvenes respecto a su rol sexual está teñida por un
punto de ambigüedad. Por un lado se ven a sí mismas menos atormentadas, más
libres respecto a su comportamiento sexual, menos sujetas por los condicionantes
que su vigente representación de género implica; en definitiva, aunque sea una
cierta simplificación, se ven más capaces de funcionar con un estatus similar al de
sus compañeros varones, y eso sin las dudas y las ansiedades que en su momento
presente le impiden esa equiparación. Pero, al tiempo, si esa expectativa de futuro
es posible es porque, hasta cierto punto, se monta sobre la convicción de que las
aspiraciones actuales estarían condenadas a la quiebra. Porque desde su presente
aspiran, tienen que aspirar, a una relación más “de pareja”, que supere el simple
encuentro sexual y que trascienda en una comunicación más completa, y porque
temen que, casi inevitablemente, se verán traicionadas en esa aspiración (o porque
los compañeros no son fiables o porque la propia aspiración se vive como
sospechosamente frágil), entrando con ello en una etapa de frustración, por todas
estas razones, las chicas deberán evolucionar y esperan poder hacerlo. El discurso
de estas jóvenes apunta frecuentemente una tendencia, mitad temida mitad deseada:
“querría una relación completa y compleja, en la que el sexo sea la culminación
de otros afectos, tengo que buscarla, cuando la encuentre es muy posible
que me frustre o que se me agote, entonces aprenderé de la experiencia y desmitificaré
algunas exigencias, y por fin maduraré y podré, si quiero, llevar una vida
sexual con menos compromiso y mucho más libre.”
Evidentemente, estamos hablando de un discurso ideal que, pese a su carácter
dominante en el contexto grupal, admite todo tipo de matizaciones personales,
tanto en ellos como en ellas, pero que ejemplifica dos estilos de curso vital que
parecen ser asumidos, de forma diferencial, por hombres y mujeres (por hombres
y mujeres adolescentes y jóvenes, claro). Ellos irían de la exaltación formal de un
presente potencialmente pleno aunque, como luego veremos, lleno de miedos,
hasta un futuro que imaginan acaso más gris pero más tranquilo; ellas partirían de
una situación llena de inseguridades, que no niega la conciencia de determinados
recursos, y fantasean una situación ulterior más desencantada pero aparentemente
más libre. En la expectativa de los chicos está liberarse de “tener que demostrar”,
en la de las chicas el acceso al “poder hacer”.
QUINTO: TOTEM Y TABÚ DE LA VIRGINIDAD (O DE SU PÉRDIDA)
El momento de la iniciación sexual se presenta como algo absolutamente significativo,
y en esto coinciden chicos y chicas aunque sea por diferentes razones.
Como también coinciden en que precisamente por la importancia que tiene y que
se le concede, el cómo y, sobre todo, el cuándo vivirlo, debe ser algo exclusivamente
decidido por cada uno y por cada una. Sin embargo, a poco que se profundice
en el discurso, quedará patente que esa libertad de decidir está seriamente
comprometida por el “deber ser”, por lo que se supone que es “normal”, por lo
que los demás esperan, en definitiva, por el grupo. Y cuando decimos “por el
grupo” nos estamos refiriendo obviamente al grupo de pares. Si en algo están de
acuerdo los y las adolescentes es que, en lo referente al sexo, quien marca, y
finalmente dictamina, lo que hay que hacer es el conjunto de compañeros y compañeras
que componen el escenario, el guión y el público en el que el propio
comportamiento se representa. Los adultos y los padres, ya se sabe, tienen una
opinión preformada, que sirve poco como directriz, que más bien se contempla
como un elemento de diferenciación identitaria, y que no es más un telón de
fondo al que hay que hurtar la representación. La opinión y los criterios “técnicos”,
de maestros, médicos y otros componentes de la tribu de expertos, no están
mal, pero no son más que elementos fríos, descontextualizados, que no tienen en
cuenta la realidad, y que por tanto no valen para ordenarla.
Y lo que ese grupo de pares determina es que, más allá de un cierto límite (que
aunque no está claro y puede variar sensiblemente en función de contextos, en
ningún caso debería traspasar, estirando mucho, la barrera teórica de los 18 años),
no es “normal” no haber cumplido la expectativa de realizar el sexo. Éste sería un
mandato, que no por implícito deja de ser imperativo, y que limita severamente la
postulación inicial de que cada cual decide las circunstancias de su iniciación.
Esta iniciación se convierte, más allá de esa categoría de hecho trascendente que
individualmente se le otorga, en algo todavía más importante: un elemento que
modifica el estatus personal ante el grupo, un elemento que no sólo te convierte
en alguien diferente ante ti mismo o ante ti misma, sino que supone la asunción
de esa transformación por los demás.
Esta categorización del rito iniciático no puede no implicar un subrayado especial
de las expectativas y de los miedos que lo acompañan. Para ellas, sobre todo si,
tal como la expectativa plantea, la iniciación sexual resulta ser la culminación de
una relación satisfactoria, esa iniciación significará el cumplimiento del ideal:
serán maduras, podrán sentir y hablar desde un horizonte de tranquilidad liberado
de muchos miedos; incluso podrán profundizar en una investigación del deseo
sexual, que hasta entonces no han podido hacer porque el sexo aparecía como un
elemento secundario de otras aspiraciones; ya será el momento de ocuparse de
una satisfacción sexual que antes ha estado supeditada a otras prioridades. Evidentemente,
la intensidad de estas expectativas se acompaña de los inevitables y
correspondientes temores. En cabeza de estos temores, no ser suficientemente
atractiva como para ser candidata a la iniciación. Después, que por la naturaleza
inestable e incoercible del deseo de sus compañeros, la relación falle y con ello se
frustre la instalación en esa situación de madurez y tranquilidad de la que se
hablaba (la conocida fantasía temida, por ellas, de “una vez conseguido lo que
quiere, me dejará por otra”).
Para ellos, la iniciación es, ante todo y sobre todo, la materialización de su propio
“destino pulsional”, el acto final de esa representación del deseo que durante
tanto tiempo les ocupa. Por eso, la experiencia sexual concreta es algo que tienen
que buscar (por lo menos, que tienen que demostrar que buscan) en todo
momento, aunque esa prioridad en la búsqueda suponga dejar por el camino
muchas exigencias, incluso exigencias de las que el grupo considera importantes.
La autoestima y la aprobación de los pares se verán tanto más estimuladas cuanto,
por ejemplo, más valiosas sean las características de atractivo físico de la
chica con la que se plantea una relación; pero estas exigencias pueden pasar a
segundo término si, a partir de un cierto momento, la realización de la práctica
del sexo se entiende que no puede ser aplazada. Esta actitud positiva de búsqueda,
en muchas ocasiones sobreactuada, se ve tácitamente frenada por el miedo al
fracaso. Los adolescentes temen “no saber hacer” y que esa ignorancia condicione
un cierto fracaso ante la compañera de relación y ante el grupo; en última instancia,
temen “no dar la talla”.
Si, con todas estas consideraciones, la iniciación sexual se realiza, la reacción
espontánea en ellos será contarlo; es la maniobra obligada para cumplir con el
mandato grupal que el imaginario supone. Y contarlo enfáticamente, sin ningunas
restricciones, que no vienen al caso desde el momento en que la iniciación sexual
para el varón se convierte en casi una ceremonia pública. Las chicas también
deberán contarlo, pero de una forma y a unos interlocutores forzosamente más restrictivos;
las adolescentes y jóvenes vivirán su iniciación con cierto orgullo, pero
las más complejas circunstancias de esta iniciación las llevarán a comunicarla, no
sólo con más matices sino a unas personas, quizás pocas y señaladas, que estén en
condiciones de entender la riqueza de esos matices, y de acompañar y alentar las
expectativas que implícitamente están contenidas en la maniobra de iniciación.
La “pérdida de la virginidad” de las jóvenes ha dejado de tener el significado
estigmatizador que durante mucho tiempo la acompañó cuando no se daba en un
ámbito de circunstancias ortodoxas, pero está muy lejos de haber perdido la categoría
de rito iniciático, teñido de cierta trascendencia. Sigue siendo un momento,
entre ansiado y temido, lleno de expectativas y de miedo a la frustración de esas
expectativas, que supone la posibilidad de un cambio de estatus y la posibilidad
de una modificación de la propia manera de verse, y que precisa ser compartido y
apoyado desde miradas protectoras (miradas de amigas en las que se confía). Para
los chicos no está exento de temores, también supone la iniciación de una etapa
de maduración y diferenciación, pero su trascendencia viene en alguna medida
atenuada por el hecho de que finalmente sólo se trata de cumplir un requisito,
obligatorio e importante, pero que la representación grupal no señala más que
como un mandato hasta cierto punto rutinario.
SEXTO: LOS MIEDOS, O EL LADO OSCURO DE LA FUERZA
Todo el discurso del sexo, tanto en chicos como en chicas, se presenta trufado de
miedos. Miedos que se explicitan o que hay que adivinar, miedos muy definidos o
de perfiles difusos, miedos que se comparten o que crecen en la intimidad de
cada cual y sólo afloran cuando la ocasión se convierte en propicia o cuando
rompen los límites de la contención, miedos que tienen su origen en la fantasía de
los otros y miedos que se sustentan sobre la vacilante idea de uno mismo.
Las adolescentes, instaladas en el juego de la seducción, en el juego de mostrarse
dispuestas pero no siempre disponibles, moviéndose entre las expectativas exigentes
de la fantasía ideal y la necesidad de rebajar esas exigencias para cumplir las
demandas del imaginario grupal, temen antes que nada no estar a la altura de la
situación; no ser suficientemente atractivas, deseables y deseadas; o no ser suficientemente
contenidas para preservar la imagen que se exige. El sentimiento
posiblemente dominante en una adolescente enfrentada a tener que iniciarse en el
sexo, y a hacerlo en unas condiciones que no degraden su posición, es el sentimiento
de inseguridad; el temor dominante es el temor a la incapacidad de gustar.
Posteriormente se instala el miedo a que unos compañeros siempre formalmente
sedientos de sexo sean incapaces de, llegado el inicio de ese sexo, estar a la altura
de las expectativas de pareja que el imaginario impone que tengan las adolescentes
que comienzan su vida sexual. Se supone que los chicos eligen por el físico,
que en alguna medida frivolizan la elección. También se supone que las chicas
deben elegir a partir de una comunidad de intereses y de atractivos que, trascendiendo
lo físico, conviertan en realizables (al menos, que no conviertan en un disparate)
un proyecto de relación que, por mucho que se tema potencialmente frustrada,
debe aparecer como viable y satisfactoria. Este desequilibrio de niveles condiciona
una situación de fragilidad en la propuesta de relación, en el planteamiento
de la iniciación sexual, que grava básicamente sobre las chicas. Ellas tienen
miedo de “que se juegue con ellas”, de dejarse engañar por los propios deseos y
por las propias expectativas, en definitiva, de ser manipuladas.
A esto hay que añadir otros dos temores; el primero, el miedo al daño si no se
cuida con delicadeza el primer acto físico; el segundo, emanado de la convicción
de la representación femenina, que apunta a que en unas primeras relaciones
sexuales los chicos, por mucho que digan lo contrario, aunque se crean eso
que dicen, en el fondo “van a ir a lo suyo”, van a buscar primariamente su pura
satisfacción sexual, con cierta despreocupación de lo que sienta la pareja. Ésta,
por contra, como un correlato inevitablemente derivado de sus expectativas de
relación, tendrá que estar muy atenta a la satisfacción del otro, aun con el riesgo
de violentar sus propios deseos o con la amenaza de dejar en segundo plano
sus necesidades.
Si la relación se establece, aparecerá la espada de Damocles de la infidelidad. Los
adolescentes varones, “infieles por naturaleza”, incapaces de resistirse a su propio
deseo, casi de forma fatalista se conducirán de manera promiscua. Con el agra-
vante de que, adornados por el halo triunfador que otorga el éxito en las maniobras
de seducción múltiple, ese joven infiel termine por resultar paradójicamente
atractivo para otras chicas, que contribuirán a alimentar el miedo al abandono de
la potencialmente engañada.
Y lo que es más, en la necesidad de maniobrar para defender la propia posición y
la propia pareja, o para mantener el estatus de seductora, la chica se sitúe en una
tendencia de comportamiento que la lleve a tomar iniciativas, a mostrarse activa
en la búsqueda de la pareja sexual o en el mantenimiento de la que ya tiene, y
toda esta conducta termine por darle una imagen que, para toda la percepción del
colectivo juvenil pero sobre todo para la de los chicos, la catalogue como una
mujer fácil, con lo que eso supone de significación descalificadora.
El miedo de los varones discurre por cauces diferentes, al menos matizadamente
diferentes. En el comienzo, sintiendo que “tiene que hacer “ y temiendo “no saber
hacerlo”, las fantasías iniciales se sitúan básicamente en la amenaza de “no dar la
talla”. Esta amenaza se apuntala sobre la idea de que existe una cierta norma
sobre lo que se debe hacer y cómo hay que hacerlo, y sobre el temor de no
corresponder a esa exigencia. Mucho más, si la chica tiene experiencia y “puede
comparar”. La exigencia también se plantea en relación con ser capaz de traspasar
una frontera, que se supone que el chico tiene que tratar continuamente de
trasponer, pero en la que la llave última está en poder de la chica. Ellos no pueden
no querer, tienen que intentar continuamente la operativización de ese deseo,
pero son ellas las que deciden en última instancia si la culminación se produce o
no; y todo esto, por razones que no siempre quedan claras y que, en su propia
indefinición, contribuyen aún a enturbiar el horizonte y a oscurecer las estrategias
de actuación. Cuando la pareja, pareja sexual, queda establecida, puede ya producirse
una cierta tranquilización de las exigencias emanadas de lo que se supone
que se espera del joven. Al menos, éste ya habrá demostrado, y se habrá demostrado
a sí mismo, que puede acceder al estatus de joven varón maduro, capaz de
superar la barrera de la iniciación sexual; con ello podrá producirse una cierta disminución
de la ansiedad de la conquista y se posibilitará la incorporación a un
nivel existencial en el que ya no es tan necesario ni ostentar la necesidad de sexo
ni traducir esa necesidad en un comportamiento compulsivo de búsqueda explícita
y en exposición. El peligro estará en deslizarse más allá del límite de lo razonable
y pasar a representar la imagen de “varón domado”, excesivamente domesticado,
probablemente maduro pero también inquietantemente cercano a una postura
de pasividad que no es la que mejor consuena con las demandas del grupo.
Si, en un intento de evitación de ese último riesgo, los jóvenes varones pretenden
mantener una actitud de conquista, aparece otra amenaza: que la pareja se
rompa, que sea la chica la que, no queriendo asumir la situación, decida cortar la
relación. Para la fantasía masculina el riesgo de abandono se presenta como una
amenaza importante, no sólo por lo que objetivamente pueda suponer de pérdida
sino por la quiebra de imagen que, ante sí mismo y ante los compañeros, eso
pueda significar. De ahí que, si esa situación llega a materializarse, no sea extraño
que se den reacciones de derrumbe emocional, ni que estas reacciones traten de
evitarse en una especie de negación contrafóbica que lleva a la adopción de posturas
presuntamente autosuficientes y frivolizadoras de la ruptura; maniobras
defensivas que, no infrecuentemente, comportan el deseo de una huída hacia
delante, con exacerbación del intento de conseguir un comportamiento multiseductor
y promiscuo.
En definitiva, los miedos sexuales, superando con mucho lo que históricamente se
ha señalado (miedo a la estigmatización, al posible “daño” de la iniciación, etc.),
más allá de los miedos a los fracasos concretos y, desde luego, muy por delante
del sentimiento de amenaza de riesgos específicos (posibles embarazos, enfermedades
de transmisión sexual…), son temores referidos al juego de moverse entre el
tener que ser y el no estar a la altura. Son miedos que ambos sexos comparten
aunque las razones sean muy diferentes en cada caso y las formas de defenderse
no lo sean menos.
SÉPTIMO: EL INSOPORTABLE PESO DEL GRUPO
Por empezar con una afirmación que, con todas las limitaciones forzosas de la
simplificación, explique con rotundidad lo esencial que queremos transmitir en
este epígrafe, se puede decir que la sexualidad adolescente se ejercita en grupo y
que el proceso de maduración pasa por otro proceso de individuación, que va
haciendo al o a la protagonista independiente de ese grupo.
En efecto, no se puede entender la sexualidad de esos primeros años de su ejercicio
sin la presencia continua y decisiva del grupo de pares. Tan es así que este
axioma comienza por tener una influencia determinante, incluso para la construcción
de los propios resultados de la presente investigación. El discurso grupal
resulta mucho más contundente que los relatos individuales; no es que éstos últimos
lleguen a contradecir, ni a separarse radicalmente, del constructo teórico
que explicitan los grupos de discusión; pero es evidente que en estos últimos las
elaboraciones aparecen mucho más subrayadas, ocasionalmente hasta la caricatura,
y que es en ellos donde aparece en todo su esplendor el estereotipo. Es
como si en los grupos de análisis se recreara y se presentizara esa vivencia grupal
de la sexualidad que parece ser la norma, o eso cuentan, en los espacios de la
relación cotidiana. Incluso la ceremonia de festejar el diálogo (chistes, gritos,
interrupciones, aprobaciones entusiastas, etc.), parece remedar esa dinámica grupal
que, sobre todo los varones, cuentan que es la que reproduce su forma de
vivir la sexualidad.
Es el grupo el que, en tanto que depositario y emisario de los mandatos del estereotipo
de género, determina por dónde tienen que irse definiendo los roles de
cada cual. Es el que espera que el chico se muestre desinhibido, activo, depredador
y siempre supuestamente sediento de sexo. Es quien determina que la chica,
aun con reconocimiento de sus necesidades sexuales, se muestre más contenida,
más controladora y siempre a la defensiva. En el grupo se ejercitan los roles, el
grupo concede la aprobación o sanciona, en su caso, las desviaciones a las normas
implícitas que fijan los comportamientos de género. Por eso, más allá de la
quiebra de la identidad y de la autoestima que puede producirse cuando alguien
siente que no se ajusta satisfactoriamente a lo que se espera de su papel, es en el
escenario y en el horizonte grupal donde estas heterodoxias adquieren su auténtico
papel de desviación: la chica con un comportamiento excesivamente parecido
al de los chicos, los chicos que se conducen de una forma impropia para su condición,
aproximándose con ello a lo que se espera de las mujeres, los chicos y las
chicas que se separan del juego tribal, etc.
Por otro lado, ya decíamos que frente a la iniciación práctica de la sexualidad, el
papel del grupo resulta determinante. La sanción del colectivo determina cuándo
es el momento de hacerlo y arbitra y legitima las posibles excepcionalidades.
Incluso es el grupo el que, en buena medida, plantea las exigencias para esa iniciación,
llegando a determinar los criterios de elegibilidad de las parejas de los
miembros del grupo. El que la relación grupal sea mixta, chicos y chicas, no
implica en modo alguno que los roles se barajen y se confundan. A estos efectos,
la práctica grupal es la de disociar el colectivo en dos partes, el subgrupo de chicos
y el subgrupo de chicas, cada uno de ellos con su propia dinámica, y cada
uno de ellos observado por el otro desde una mezcla de curiosidad escandalizada
y desprecio benevolente.
También es pertinente la observación de que el grupo, como corresponde en una
actividad que tiene esta tan subrayada dimensión colectiva, no sólo asume el
papel normativo, lo que hay y lo que no hay que hacer, sino que también se
emplea a fondo en el impulso y en la defensa de las prácticas que esa norma
implica. El grupo funciona como auxiliar de la actividad sexual de sus integrantes,
dando soporte emocional, animando, estimulando y proporcionando apoyo instrumental
(desde el favorecimiento del anonimato, hasta el ejercicio de tareas de
intermediación).
No resulta extraño escuchar que, cuando la actividad sexual de alguien corre el
riesgo de derivar en una relación de pareja estable, esto suscite en el grupo determinadas
reacciones defensivas y algunas vivencias de rivalidad. Por supuesto,
sobre todo en el caso de las chicas, el grupo debe aprobar la elección de pareja.
Pero es que, además, también en el caso de las chicas, las amigas van a vivir que,
cuanto más firme es la pareja tanto más riesgo habrá de que se provoque una disgregación
del colectivo; circunstancia que se da menos entre los varones, que una
vez que los amigos han aprobado a la pareja, tienden a integrar a ésta en el grupo.
Este ejercicio de rivalidad pareja/grupo llega en ocasiones, más frecuentemente en
los varones, a relegar el momento de la elección de la pareja para que no ponga
en riesgo el sentido de pertenencia y la dinámica de integración grupal.
Ni que decir tiene que todo lo anterior implica que lo sexual, al menos en el
plano del relato verbal, debe ser compartido grupalmente; a través de un discurso
estentóreo, exagerado, lleno de detalles concretos, en muchas ocasiones escatológicos,
en el caso de los varones; a través de un relato con menos detalles pero con
muchos más matices emocionales, también más lleno de dudas y cuestionamientos,
en el caso de las chicas.
Una cuestión de especial importancia, que en esta investigación ha quedado sin
resolver en la medida en que ha permanecido oculta, es cómo se cumple con las
expectativas del grupo en el caso de las expresiones homosexuales. En estas primeras
etapas parece que el estereotipo grava con excesivo peso sobre esas opciones,
bloqueando en alguna manera su expresión; de ahí que tengan dificultades
para manifestarse en el discurso colectivo.
Todos están de acuerdo en que el proceso de madurar conllevará inevitablemente
una cierta separación del colectivo, no contar, no compartir; y moverse por criterios
más autónomos, menos dictados por la mayoría. Hasta que ese momento llegue,
hasta que hayan finalizado los “días de vino y rosas” de la adolescencia,
todos se dedican con entusiasmo a la celebración del rito sexual compartido.
OCTAVO: MOMENTOS PARA “DESFASAR”
Desde el constructo del imaginario social de los jóvenes, lo que caracterizaría al
sexo adolescente, junto con sus rasgos de explosividad formal y con la dimensión
grupal que ya hemos comentado, sería su consideración, en muchas ocasiones
categorizada como frívola, de comportamiento ocasional. El adolescente, más que
la adolescente, busca continuamente ocasiones (más bien está instalado en una
apariencia de búsqueda constante), sin que esas ocasiones, por mucho que puedan
traducirse en realizaciones concretas, tengan el carácter de compromiso que
él mismo supone que debe tener el sexo más maduro.
Desde la perspectiva de los más jóvenes habría una diferencia básica entre esa
forma de comportamiento sexual en la que, en el caso de los chicos, prima la
celebración del propio papel y la búsqueda de lo lúdico en el ejercicio de la
sexualidad, y el sexo de pareja con pretensiones de continuidad, que inevitablemente
está connotado por un matiz de compromiso. Es el compromiso el que
supone un ejercicio de madurez, como también es el compromiso el que, si se da
extemporáneamente, puede arruinar los placeres de la celebración. Por eso, las
jóvenes, incluso las adolescentes, que presionadas por su rol de género deben
incluir en su proyecto sexual un elemento de emocionalidad comprometida, son
vistas (y ellas mismas se ven) como en cierta medida ajenas a la fantasía de la
sexualidad como ejercicio orgiástico de libertad.
En la representación de los jóvenes, el sexo que corresponde a su edad y a sus circunstancias
es básicamente el sexo ocasional, el que aparece como fin en sí
mismo y el que, lejos de agotar el deseo, parece retroalimentarlo en una espiral
continua de búsqueda. Obviamente, esa es la fantasía que prioriza el discurso gru-
pal; que, luego, los miedos y las limitaciones de la realidad conviertan la cosa en
algo frecuentemente mucho más prosaico, donde el deseo insatisfecho termina
por ocupar más espacio que el realizado. Entre los varones, el discurso aparece
nítido, en la medida en que es sintónico con su imaginario grupal. En las mujeres,
la formulación es mucho más vacilante porque, sin llegar a negarse del todo, la
deseada ocasionalidad del momento viene matizada por sus autoexigencias de
componentes emocionales, y por las exigencias grupales de que se adapten a sus
propias limitaciones de género, salvo que quieran verse estigmatizadas por el
señalamiento de los otros.
Es evidente que este énfasis en el sexo ocasional no niega las limitaciones del
mismo, que se reconocen pero que se entienden como un precio razonable. Es
como si, en cuestión de sexo, los adolescentes varones prefirieran la cantidad a la
calidad, y se conformaran pensando que más tarde llegará el momento en que la
propia pareja, una vez estabilizada, y habiendo ellos madurado, proporcionará
ese descubrimiento de la calidad que ahora se mantiene en un segundo plano. Por
su parte, las chicas, en un tono resignado, terminan por reconocer formalmente
que esa exigencia de calidad en sus relaciones sexuales se ve severamente amenazada
por el hecho de que el “egoísmo” y la “naturaleza sexual” de sus compañeros
harán poco por procurarles satisfacción, y porque el volcar su interés en buscar
la satisfacción del otro limitará sus propias posibilidades.
En cualquier caso, todos ellos, chicos y chicas, reconocerán al espacio de ocio
como el momento y la oportunidad ideales para la búsqueda y para la materialización
del sexo ocasional. No es sólo que, evidentemente, los objetivos que se
buscan con ese sexo ocasional sean más fácilmente alcanzables en los momentos
y en las circunstancias de esparcimiento; más allá de eso se trata de que, entre
todos, chicos y chicas, jóvenes y adultos, se ha contribuido a construir una dimensión
para el ocio en la representación social, que cada vez ocupa una mayor proporción
del proyecto existencial de la persona y que cada vez presenta menos
límites en sus expectativas de diversión y de explotación de las posibilidades y
límites del presente. El ocio, sobre todo el ocio juvenil, se fantasea pleno de estímulos
y sin unos límites normativos precisos; estaría construido por momentos y
situaciones en los que lo que prima es la búsqueda de lo placentero, de una cierta
fantasía de plenitud, y a ello se supedita todo, aun a costa de una abolición transitoria
de las reglas sociales.
Los chicos y las chicas que quieran integrarse en esos espacios de diversión deberán
ir predispuestos para ello, tendrán que prepararse convenientemente (ropa,
imagen, estilos...), tendrán que situarse en las actitudes necesarias, y deberán estar
dispuestos a utilizar, explotar y aprovechar todos los elementos complementarios
de la situación. La música, los itinerarios, los ritos, los consumos, los estímulos...,
no menos que la actividad sexual, forman parte de esa construcción del ocio en la
que la ocasionalidad y la transitoriedad del comportamiento dejan de ser una consecuencia
de la situación para llegar a constituirse en un elemento esencial, en
una condición de posibilidad, del disfrute.
NOVENO: EL PODER Y LA CULPA
Hablar de relaciones de poder, cuando se trata de la interacción sexual en adolescentes
y jóvenes, sin que de forma alguna se esté hablando de relaciones patológicas,
de tufo sadomasoquista, sino de las relaciones supuestamente normales y plenamente
integradas en la representación social, quizás parezca exagerado. Sin
embargo, tampoco parece claro de qué otra forma denominar una dinámica de
relación en la que se pone en juego la seducción pero también el sometimiento,
la comunicación pero también el sentido de posesión, el placer y la frustración,
los miedos y la vulnerabilidad. Quizás cabría hablar de dominio, de sentido de
pertenencia, de pulso de voluntades, de dinámica tensional entre individuos y de
estos individuos con el grupo, etc. En cualquier caso, aunque sea una cierta licencia
literaria, de poder.
Y el poder, en las relaciones sexuales tal como las vive el imaginario del estereotipo
adolescente, gira alrededor de una convicción nuclear: “los chicos siempre
quieren, y las chicas siempre pueden”. A partir de ahí, en una primera aproximación,
podría decirse que la clave de acceso a la realización del deseo, el poder en
definitiva, lo tienen ellas. Las chicas serían las administradoras de los procesos
que convierten en realidad esa fantasía desiderativa que supuestamente invade el
todo del adolescente.
No obstante, esta primera aproximación queda matizada por otro elemento, sin el
cual no puede entenderse en este caso el ejercicio del poder, y que tendría que
ver con la responsabilidad del ejercicio del mismo. Es lógico pensar que, precisamente
quien detenta la posibilidad de ordenar, el depositario del poder, es quien
tiene inevitablemente que vivir las dudas sobre el correcto ejercicio de ese poder,
quien debe sentir la responsabilidad. A su vez, de esta responsabilidad que implica
el ejercicio del poder, podrían derivarse tanto algunos sentimientos de inseguridad
como las correspondientes vivencias culposas derivadas de los errores del
ejercicio. En un equilibrio de emociones, en una situación existencial paritaria,
sería lógico entender que quien detenta el “poder hacer”, precisamente porque
puede, sienta determinadas dudas sobre la dirección correcta de sus decisiones, y
se vea expuesto a las sensaciones de fracaso y culpa derivadas de posibles errores
en esas decisiones, pero que compense ambas tendencias de forma armónica.
Evidentemente estamos hablando de una situación teórica de equilibrio, de una
dinámica razonable en el ejercicio del poder y de la responsabilidad. En los casos
concretos, el resultado de esa dinámica tensional, que domine la vivencia placentera
de la capacidad de obrar o que dominen las sensaciones ansiógenas emanadas
de la inseguridad en las propias capacidades y de la culpa por los propios
errores, va a depender del punto de equilibrio que se establezca entre lo que
siente que se puede y lo que se teme no poder. En definitiva, que se ponga en primer
plano el poder o que se sitúen ahí los sentimientos de inseguridad, dependerá
de las circunstancias de vulnerabilidad de quien tiene que ejercer el comportamiento
positivo.
En el ejercicio de poder determinar el tipo de relación sexual, el momento y la
categoría de esta relación, las chicas “que tienen que controlar y tienen que decidir”
se ven lastradas por una triple circunstancia de vulnerabilidad: ante sí mismas,
ante sus parejas sexuales y ante el grupo de referencia, que es quien enjuicia
el ajuste o no a lo que la representación dicta.
Ante sí misma, la chica adolescente se siente enormemente vulnerable. Más allá
de la vivencia de su propio desconocimiento sobre la experiencia del sexo (con lo
que eso supone: siempre se enfatiza y se exagera lo que se desconoce), ya hemos
señalado suficientemente entre qué ambivalencias se mueve la postulación femenina:
entre la necesidad de atender el deseo perentorio del compañero y el miedo
a que si lo atiende éste perderá interés por la relación; entre la necesidad de participar
en el juego de la sexualidad y la contención que se exige a su propio rol de
género; entre el conocimiento de que es ella la que puede decir sí o no, puesto
que él siempre quiere, y el saber simultáneamente que no se espera que tome la
iniciativa; entre la primacía de los objetivos marcados por los afectos y la necesidad
de atender demandas articuladas desde el puro deseo sexual.
Ante sus parejas, las adolescentes también se viven muy vulnerables, con una
vulnerabilidad edificada sobre el temor íntimo de defraudar o de ser defraudadas.
Un miedo a defraudar que, cuando se monta sobre el temor de no cubrir las
expectativas sexuales del otro, se entiende fácilmente, pero que también obliga a
incluir un elemento complementario integrado por la ansiedad de que si se sienten
defraudadas, sobre todo si la pareja lo nota, la relación corre riesgo severo de
arruinarse. Además, la fragilidad de la adolescente ante una posible pareja se
intensifica con la visualización de esa pareja como un ser sexuado, que ni tiene
posibilidad de controlar ni tiene posibilidad de reprimirse; el temor a la infidelidad
parece una amenaza permanente, mucho más desde el momento en que el
imaginario colectivo no sanciona la infidelidad del varón sino que, en muchas
ocasiones, paradójicamente, la emplea para adornarlo con “virtudes” complementarias:
el promiscuo es el “campeón”. Si a esto se añade la figura de la compañera
depredadora, amenaza perpetua de rivalidad, que no sólo puede suponer
una tentación para el compañero sino que potencialmente va a desarrollar un
comportamiento activo de competencia (se supone que a las otras chicas, más
“ligeras”, les atraen especialmente los jóvenes con pareja, que se ven como más
“triunfadores sexuales”), el resultado es que las adolescentes viven desde una
enorme fragilidad todo el desarrollo de una relación, ya de por sí suficientemente
ambigua e inestable.
Finalmente, el grupo termina por constituirse en ese tribunal severo que despierta
todos los miedos, los miedos a que se sentencie que se ha fallado y los miedos a
ser sancionada. Es el grupo, depositario básico de la representación colectiva
(aunque ésta, obviamente, también se infiltra en lo personal), el que exige a la
adolescente actuaciones que, muy frecuentemente pueden aparecer como contradictorias,
como nudos de conflictos irresolubles; a la adolescente se la exige que
juegue el juego sexual y a la vez que lo controle. Y, al enjuiciarlas, el grupo se
muestra con ellas infinitamente más severo, por no decir agresivo, que con ellos.
Independientemente de la categorización moral que pueda merecer una conducta,
la ejerza quien la ejerza, en el ámbito de lo sexual la condición femenina
supone casi siempre un agravante. La infidelidad de ellas merece calificativos y
actitudes sancionadoras más severas, el comportamiento de búsqueda activa
merece catalogaciones menos permisivas, etc.
Esta compleja situación de vulnerabilidad del rol de género de la mujer, que carga
muy especialmente en las mujeres adolescentes y jóvenes, podría sintetizarse, en
un resumen un tanto forzado, en una consideración: ante la irresponsabilidad de
los varones (que no es culpa de ellos sino de su naturaleza, y que por lo tanto no
merece ningún reproche), son ellas quienes tienen que decidir (y por tanto son las
que pueden ser señaladas como culpables si algo sale mal). El poder se convierte
en carga, y lo que en principio podía verse como una situación de privilegio termina
por transformarse en una condena. La carga es responsabilidad, y la responsabilidad
implica culpa y, con ello, sufrimiento.
Si la relación sexual entre los adolescentes sale mal por algo atribuible a las chicas,
se señala unánimemente a la responsable: ella falla y siente que falla. Si en
esa relación sexual lo que falla es algo atribuible primariamente al varón, la chica
también sentirá que es ella la que ha fallado, porque debería haberlo previsto y
porque debería haber sido capaz de corregirlo. Buscando una aseveración rotunda,
que no por simplificada deja de ser cierta, podría decirse que ellas tienen que
ocuparse de la satisfacción sexual de ellos, que tienen que mostrar que no renuncian
a la propia satisfacción personal, que tienen que mantener esa satisfacción en
los límites que marca el imaginario, e incluso que, aun desde la perspectiva de
mayor interés personal, si tienen que disfrutar es, también y a veces sobre todo,
para que él disfrute.
DÉCIMO: UNAS NOTAS PARA “PREVENTÓLOGOS”
Desde numerosas voces, fundamentalmente de expertos e instituciones, se viene
avisando de cómo, pese a los esfuerzos que en el campo de la información y de la
facilitación de medidas protectoras se han venido articulando, las situaciones conflictivas
derivadas de disfunciones o desajustes en el comportamiento sexual de
los jóvenes no han dejado de aumentar. Embarazos no deseados, también en adolescentes,
enfermedades de transmisión sexual, violencia de género en jóvenes,
etc., parecen no estar siendo evitados con eficacia.
Quizás la relectura atenta de algunas de las conclusiones de ese informe, trascendiendo
el mero enfrentamiento mecánico con los datos descriptivos, dé
algunas pistas, si no de qué está fallando, sí al menos de qué cosas no se están
abordando en toda su complejidad. Por poner un solo ejemplo de lo que queremos
decir, la cuestión quizás no sea tanto seguir insistiendo en el acceso facilitador
a los condones (cosa, cuya necesidad, por otra parte, no se pone en duda)
cuanto tratar de abordar aquellos elementos que impiden que el colectivo juvenil
los use de manera integrada y cómoda.
En la pervivencia del estereotipo, en algunos de sus rasgos más extremos, podemos
encontrar pistas para explicar, aunque sea parcialmente, esa pervivencia
monstruosa de la violencia de género. Este fallo evidente del proceso socializador,
del proceso de civilización en suma, probablemente tiene sus raíces más profundas
en la atribución de unos roles de género que propician que, afortunadamente
en una minoría condicionada por otras variables, aparezca y crezca una dinámica
que hace más posible esa agresividad, sobre todo dirigida a mujeres. Acaso, mientras
no entendamos que esos episodios de violencia trágica tienen su origen remoto
en un constructo social que entre todos mantenemos y que, en muchos casos,
parece que celebramos frívolamente, mientras los interpretemos como epifenómenos
derivados de personalidades anormales, que poco tienen que ver con una
supuesta sociedad sana, difícilmente estaremos en condiciones de abordar con
eficacia la globalizad de esos problemas.
Por otro lado, en una perspectiva más específica, ciñéndonos a aquellas cuestiones
que más prototípicamente representan los llamados riesgos del comportamiento
sexual (los embarazos indeseados y las enfermedades de transmisión
sexual), creemos que es preciso plantear algunas consideraciones previas a la
implementación de estrategias preventivas, y probablemente necesarias para la
eficacia de éstas.
Lo primero que hay que decir es que el problema no parece estar en que adolescentes
y jóvenes no conozcan los riesgos de determinadas formas de relación. Tienen
información sobrada al respecto. La cuestión estriba más bien en que esa
dimensión de riesgo no es vivida en esos momentos con idéntica preocupación a
la que viven los mayores. Dicho de otra manera, para muchos jóvenes y adolescentes,
los riesgos están ahí pero “no son para tanto”. La posibilidad de quedarse
embarazadas es vivida por las chicas desde una perspectiva que, en alguna medida,
minimiza la dimensión emocional de la amenaza. Primero, porque se entiende
como un accidente que, por mucho que sea de consecuencias desagradables,
como cualquier accidente, no merece que toda la vida se modifique en la previsión
del mismo: “si tiene que pasar que pase, pero no me voy a arruinar la vida
pensando que puede pasar”. Después porque, pese a lo que el discurso políticamente
correcto preconiza, el peso de la influencia de los estereotipos en los roles
de género hace que, todavía, haya una cierta forma de expresión del “sentido
maternal” en muchas adolescentes y jóvenes; un sentido que en modo alguno se
manifiesta en un deseo explícito de tener hijos en ese momento, pero que sí desarrolla
una actitud, en cierto modo fatalista, de “si vienen, ya sabré sacarlos adelante”.
Esto, unido a esa dimensión de accidentabilidad del embarazo (como si
dependiera de circunstancias ajenas a la propia voluntad) relativiza enormemente
la preocupación o el cuidado con que las chicas plantean la evitación del embarazo.
Y nos referimos básicamente a las chicas porque, pese a todo, incluso pese a
la irracionalidad del planteamiento, es a ellas a las que se atribuye el compromiso
preventivo. Serían ellas las que, eso dice el imaginario, sufren las consecuencias y
son ellas básicamente las que tienen que preocuparse en prevenirlas. Una vez
más, esa ambigua atribución, que por una parte considera al rol femenino como
algo frágil, que despierta todo tipo de preocupaciones, y como algo fuerte, que es
capaz y responsable de todas las maniobras decisivas.
También en el mismo sentido conviene recordar que, como ya hemos dicho, el
conocimiento del riesgo no implica en modo alguno que ese riesgo se viva con la
misma dimensión de peligrosidad por todos, que se “cuantifique” de manera
idéntica. Así hay que señalar que, en este momento, la vivencia que muchos adolescentes
y jóvenes tienen sobre las enfermedades de transmisión sexual dista
mucho de ser la que se supone que debe corresponder a los niveles de información.
En el fondo, para esos muchos chicos y chicas, el sida y la infección por
VIH son una amenaza en cierta medida superada, que no despierta los fantasmas
amenazadores del pasado; y otras infecciones, sencillamente no preocupan. No
se trata sólo de esa ignorancia del riesgo, sobre todo del que se traduce en enfermedades
y amenazas físicas, que es característica de la adolescencia; más allá, se
trata de que estos adolescentes parecen haberse instalado en una representación
colectiva, sin duda vicaria de la representación social global, que ha eliminado
en buena parte la amenaza aterradora de esas enfermedades, o que sencillamente
las da por superadas.
Además, frecuentemente olvidamos que la imagen de determinadas maniobras de
prevención es fundamental para su posibilitación o para imposibilitar su puesta en
vigor. Por ejemplo, sigue siendo obvio que el condón no gusta a adolescentes y
jóvenes; a los chicos, porque lo viven como una barrera supuesta para su placer; a
las chicas porque temen, si lo imponen, generar una brecha en la relación, que
ellas creen que debe ser plenamente gratificadora, con su pareja. Además, a lo
anterior se añaden los prejuicios emanados de la peculiar interacción entre géneros
que determina la representación colectiva. Así, el varón presentará reticencias
a llevar, y mostrar que lleva, un preservativo cuando va a participar en situaciones
festivas en las que todo el mundo imagina que se propicia el “ligue”, por miedo a,
si esta fantasía de seducción no se realiza, quedar como fantasioso, ingenuo o
ridículo; expresado de otra forma, muchos chicos se resisten a llevar condón porque,
si no se produce una situación en la que tengan oportunidad de usarlo, eso
supondría una quiebra de su imagen grupal. Por su parte, las chicas también
muestran reticencias a llevar condones porque temen que eso se interprete como
una disposición excesivamente activa de cara a la relación sexual, disposición
que hasta cierto punto se aparta de ese papel de sujeto pasivo de la seducción;
ella, la chica, es quien decidirá en última instancia si se da o no la relación
sexual, pero se supone que toda la iniciativa para ésta debe partir del varón. Que
sea la mujer la que lleve los profilácticos puede ser interpretado como una desviación
a la norma que dicta el estereotipo.
Una actitud totalmente contraria se da con la “píldora”, que los chicos ven, más
allá de un instrumento de prevención del embarazo, como la señal inequívoca
de que han establecido una relación garantizada (¿de sometimiento?) con su
chica; por otra parte, las jóvenes, asumiendo en cierta medida el constructo de
los varones, también subrayan la estabilidad en la relación que parece que se
atribuye a esta forma de prevención del embarazo, y además parecen valorar de
manera especial la categoría simbólica de “entrega” que frecuentemente se asocia
a la “píldora”.
En otro orden de cosas, acaso con un carácter más general, es preciso recordar en
qué contexto se dan con más frecuencia las relaciones sexuales en los chicos y
chicas más jóvenes, incluso en qué contexto se dan casi exclusivamente. Señalábamos
que, en estas edades, parece preferirse el sexo ocasional, en la medida en
que se le considera más propicio para las intencionalidades implícitas, para la
agenda oculta, que hemos descrito ampliamente. Los jóvenes reconocen que,
desde el punto de vista emocional, incluso desde la perspectiva de la intensidad
de la vivencia sexual, ese sexo de ocasión deja mucho que desear; improvisado,
atropellado, un tanto mecánico, “por cumplir”, no conforma las relaciones idealmente
deseables. La intensidad y la calidad del sexo se sitúan más bien en el
ámbito de la pareja fija, de la relación estable, que permite completar y complicar
la relación, que permite explorar y ser explorado. Pero esas relaciones más estables
quedan para el futuro; son un proyecto que, en el momento de la adolescencia
y de la primera juventud, resulta intempestivo y extemporáneo.
Pues bien, el sexo ocasional se da básicamente en el contexto de los momentos
de ocio; en muchas ocasiones, es ese sexo ocasional el que define la intencionalidad
básica del ocio: “se sale para pillar”. Y esos momentos de ocio constituyen el
espacio para “desfasar” que ya hemos descrito. Es un espacio/tiempo que se concibe
para la diversión, donde las reglas sociales más ortodoxas quedan abolidas,
siquiera sea temporalmente, y donde se admite que cualquier ruptura de la norma
tiene su momento de legitimidad. Es un contexto en el que todo se configura y se
confabula para la desinhibición dirigida a lo lúdico, donde no cabe la norma
reguladora y donde se sobreentiende un paréntesis de irracionalidad que, en alguna
medida, lo legitima todo. La música estimulante, el alcohol, los ritos de acercamiento,
la confusión y el ruido, por mucho que puedan prefigurar un cuadro tópico,
tienen un asiento de realidad en estos espacios y, todos ellos, son elementos
destinados a la misma intención. La relación sexual es no sólo un objetivo finalista
sino también un elemento constituyente de todo este marco. Una relación sexual
estable y contenida choca frontalmente con este imaginario; en él encajan infinitamente
mejor los encuentros esporádicos, más o menos estimulados artificialmente,
relativamente acríticos y, a eso vamos, huérfanos de cualquier estrategia
dictada por la prudencia.
En ese contexto, la utilización de medidas preventivas, una vez más el socorrido
ejemplo de los condones, está un tanto fuera de lugar. Nada en la situación favorece
la adopción de estrategias dictadas por la prevención, por mucho que éstas
sean sobradamente conocidas, sino todo lo contrario. Por decirlo simplemente, el
contexto de ocio no facilita sino que se opone a las posiciones prudentes. En esa
situación, la utilización de medidas preventivas se convierte en un acto de voluntad
personal, con ribetes casi heroicos. Es obvio que estas consideraciones no
pueden generalizarse y pueden parecer un tanto exageradas, pero no lo es menos
que son muy pertinentes en muchos casos, y que contemplarlas quizás ayudaría a
explicar algo mejor el porqué de esa falta de utilización de recursos cuya utilidad
teórica nadie pone en duda.
Finalmente, una última consideración para todos aquellos, expertos e instituciones,
que se preocupan por la prevención de riesgos. Como todas las consideraciones
anteriores, ni es un fenómeno universal ni supone una situación inevitable.
También como todas las reflexiones anteriores, si se trae a colación en este
momento es porque parecería útil tenerla en cuenta, no plegarse a ella pero sí
tenerla en cuenta, a la hora de diseñar programas de evitación de riesgos. Esta
última consideración atañe a algo que también hemos adelantado: en lo que se
refiere a la sexualidad, a la hora de otorgar legitimidad a alguien para opinar,
orientar y aconsejar, los adolescentes no sitúan precisamente en lo alto de su
jerarquía ni a los padres, ni a los maestros, ni a los expertos sanitarios. A los
padres porque los viven lejanos a sus intereses (no sólo los ven sino que quieren
verlos lejanos, como una forma de reforzamiento de la propia identidad diferencial)
y básicamente controladores y reprobadores; a los expertos porque “saben
pero son excesivamente teóricos”, con unos conocimientos exactos pero alejados
de los intereses primarios de los jóvenes, autores de unas orientaciones que son
igualmente poco cuestionables y poco útiles. Evidentemente, padres y expertos no
pueden legítimamente renunciar a su obligación educativa y socializadora. Sólo
que tendrán que enfrentarla sabiendo exactamente cuáles son las dificultades para
la misma y qué barreras deben superar para conseguir la atención, y la credibilidad,
de los adolescentes.
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