domingo, 17 de abril de 2011

Violencia en la pareja

Fernando J. García Selgas y Elena Casado Aparicio



Fuente: http://www.pensamientocritico.org/fergar0411.htm

(De las conclusiones del libro Violencia en la pareja: género y vínculo, de Fernando J. García Selgas y Elena Casado Aparicio ; Talasa Ediciones, Madrid, 2010, 280 páginas, 30 euros).

            La violencia en la pareja, que durante siglos había sido una cuestión estrictamente personal o familiar (y, a veces, un tema penal), se ha ido convirtiendo en un problema social y público, objeto de debate, de legislación específica e incluso de ajuste en los contenidos educativos, hasta el punto de constituir un problema alarmante. Éste ha sido para nosotros el punto de partida para su estudio; por ello, conviene recordar las principales transformaciones sociales generales que han conducido a tal escándalo:

            · El específico y no tan lejano proceso de democratización de nuestro país, que ha delimitado nuestras actitudes y valores, ha hecho pensar que, por ejemplo, donde hay democracia, orden y no digamos amor, no debe haber conflicto ni puede aparecer el mínimo atisbo de violencia, con lo que incrementa la sensación de escándalo ante estos episodios.

            · Las nuevas formas y significaciones de la violencia en los países desarrollados, como la sensibilidad ante violencias de rango menor (actos incívicos, por ejemplo) o la relevancia dada a las víctimas, también han condicionado el modo de afrontar el problema.

            · El acelerado proceso de cuestionamiento y fluidificación, no sólo del orden tradicional sino también de su versión moderna (el patriarcado de la familia nuclear moderna), ha alterado de manera importante las identidades y las instituciones ligadas a la vida de pareja.

            · La constitución de los medios de comunicación como conformadores centrales de la realidad social y, sobre todo, de su percepción hace que lo que en ellos aparece es lo que existe socialmente, como ha ocurrido con la violencia en la pareja, que opera hoy como metonimia de la violencia de género en general.

            Como consecuencia de todo ello, la vieja y muchas veces oculta violencia de gé­nero, especialmente la que ejerce el varón sobre su pareja o expareja, se ha renovado haciéndose bien presente, urgente y próxima, hasta convertirse en una especie de nudo gordiano de la complejidad de la vida contemporánea. Por eso nos hemos centrado en esa forma de violencia de género en parejas heterosexuales. Pero ello no nos ha llevado a ampliar el coro de las denuncias morales ni a proponer protocolos de intervención, aunque no por ello hayamos dejado de intentar ayudar a paliar el problema, pero más bien como efecto derivado de nuestro objetivo principal, que no ha sido otro que es­tudiar qué ingredientes, procesos y mecanismos alimentan actualmente en España la violencia que ejercen los varones sobre mujeres que son o han sido sus parejas. En definitiva, hemos trasformado un problema social en una cuestión sociológica, para lo cual, además de considerar los datos, hemos revisado críticamente los discursos y las explicaciones más extendidas y nos hemos apoyado en las investigaciones empíricas de naturaleza más bien cualitativa que hemos venido realizando en los últimos años.

            Como problema social, la violencia de género nos ha mostrado desde el principio su sorprendente capacidad para cambiar en las formas en que se produce y en los modos en que se interpreta a lo largo de la historia. De ahí que hayamos tenido que empezar recordando algunas de las peculiaridades de su emergencia en la sociedad española contemporánea; por ejemplo, que su carácter escandaloso no se debe tanto a su cuantía, o al menos no sólo, como a las resonancias y a las ramificaciones que tiene en nuestras vidas, en las vidas de todas y todos.

            Los principales discursos vertidos sobre este tipo de violencia, normalmente para denunciarla y combatirla, han ayudado a hacerla visible y a mostrar algunas de esas ramificaciones; pero a menudo lo han hecho a costa de asentar unos tópicos (patriar­cado, igualdad, primacía de la razón o progreso) que la presentan inequívocamente como una lacra del pasado y dificultan ver la especificidad tanto de la situación actual como del vínculo afectivo en que se gesta. De aquí la necesidad de, sin perder de vista la complejidad intrínseca del problema, convertirlo en una cuestión sociológica, esto es, situarlo en una tradición científica que acentúa la constitución relacional de los fenómenos (las relaciones de género y de pareja, en este caso) y en una trama temática que recoge procesos y dinámicas sociales directamente implicados en el despliegue del maltrato en la pareja y característicos de nuestra realidad contemporánea. En concreto, cuatro han sido los hilos de esa trama sociológica que hemos seguido y que nos ha permitido hacer las siguientes constataciones:

· La revisión del despliegue y gestión de la violencia en la modernidad nos ha mos­trado la continuidad que se da entre muy distintas formas de violencia, la insuficiencia de las teorías clásicas (reacción a la frustración, instrumento de control, socialización autoritaria), la utilidad de distinguir entre violencia y conflicto y, sobre todo, las complejas y variables relaciones existentes entre violencia, producción de sentido y constitución de subjetividades contemporáneas.

            · Las transformaciones o transiciones habidas en la familia, que comenzaron diversifi­cando el modelo de familia extendida, han cuestionado la centralidad del modelo nuclear e incluso del matrimonio mismo, y han terminado por hacer de la familia, o más bien del hogar, una institución social polimorfa e inestable que, sin embargo, sigue cumpliendo muchas funciones, especialmente en países como el nuestro.

            · Evidentemente, tales transformaciones afectan a las relaciones de pareja, pero los cambios más radicales en éstas han sido sobre todo efecto del feminismo, de la revo­lución sexual y del paso a una sociedad postindustrial, que han generado tendencias contradictorias hacia la entronización del amor romántico y, a la vez, hacia el predo­minio de la “pareja asociación”, regida principalmente por intereses individuales que además son y se experimentan más cambiantes. Como consecuencia de todo ello se ha ido extendiendo, especialmente en el ámbito de los valores, un igualitarismo que contraviene al patriarcado, complica la natalidad, disocia sexualidad de reproducción y cuestiona la autorreferencialidad de la sexualidad masculina tradicional.

            · Por último, la emergencia de las mujeres como sujeto histórico no sólo ha traí­do el cuestionamiento del poder patriarcal y el despliegue de uno de los principales movimientos sociales de los últimos decenios, sino que también ha puesto en duda dicotomías fundacionales de nuestro pensamiento (cultura/naturaleza; razón/emoción) y ha subrayado la necesidad de implementar la categoría de género para hacer visible la institucionalización y encarnación de una serie de diferencias y desigualdades entre hombres y mujeres.

            Estos cuatro procesos han dibujado unas condiciones históricas específicas para el despliegue de los malos tratos en la España contemporánea: aparecen en medio, y no en un margen, de una sociedad cada vez más contraria, al menos en abstracto, a cualquier uso de la violencia que no esté controlada (por el Estado principalmente); el modelo de la familia nuclear ha dejado de ser exclusivo, en un desplazamiento ambi­valente que habilita nuevas formas de familia y de pareja, a la vez que retiene viejas exigencias y expectativas de manera desigual en hombres y mujeres; la vida en pareja se encuentra atravesada por tendencias contradictorias (asociativas versus fusión); y las mujeres han ido ganando posiciones en el ámbito público y en el privado, logrando una mayor igualdad que cuestiona el patriarcado pero convive con cierta continuidad en comportamientos que también lo reproducen. Juntas y por separado, estas condiciones han supuesto un incremento de las contradicciones y los conflictos en las relaciones de pareja, aunque también han traído nuevas y mayores formas de solución o disolución de los mismos.

            Parece evidente, por tanto, que cualquier intento de entender este problema exi­giría al menos tener en cuenta tal trama social. Pero no ha sido así en la mayoría de las explicaciones al uso que, a pesar de ello, no han dejado de hacer aportaciones relevantes. Recuperar esas aportaciones sin quedar encallados en una mirada que nos impida saber lo que pasa exigía revisarlas críticamente. De las distintas explicaciones surgidas en torno a la perspectiva de género hemos recogido las tesis de que los malos tratos en la pareja están básicamente ligados a las relaciones de género y de que la dominación masculina, que constituye el orden o estructura de dominación propio de las actuales relaciones de género, es el caldo de cultivo en el que se gesta esta violencia.

            Pero también hemos visto que la dominación masculina no es el único factor ni es un factor suficiente para explicarla. Si da la impresión de serlo es porque se confunde con la violencia misma al no tener presentes los múltiples y diferenciados elementos que median entre ese orden de dominación y la violencia de género, como el someti­miento, la multidireccionalidad de las dependencias, la legitimación de la autoridad o el juego de reconocimientos. Vimos además que, en este sentido, también resulta útil diferenciar, que no separar, la conflictividad familiar de lo que venimos denominando la violencia de género, así como recordar que, como en toda interacción, el maltrato, además de relaciones de poder, pone en juego una serie de normas o valores y una cierta comunicación o producción de sentido.

            Por otro lado, la evidente insuficiencia de las explicaciones que remiten a alguna psicopatología individual (de escasa incidencia efectiva), a una supuesta peculiaridad naturalizada de la masculinidad (disuelta en la variabilidad de los procesos históricos) o a un conjunto de factores psicosociales de riesgo (que de puro abierto queda completamente indefinido) nos ratificó en la tesis de que, sin descuidar la concurrencia de alguno de los factores de riesgo constados (familia cerrada y autoritaria, experiencias infantiles de violencia de género, abuso de alcohol u otras sustancias, etc.), de posibles psicopatologías o de los mecanismos psicológicos envueltos en el ejercicio de esta violencia (hostilidad, ira, percepción de vulnerabilidad, etc.), no es adecuado patolo­gizar a los agresores ni situarles fuera de la norma social, individualizando con ello el problema e invisibilizando las dinámicas y procesos que lo atraviesan. De este tipo de explicaciones hemos aprendido, además, lo importante que resulta incorporar la noción de “daño” al análisis, así como atender al modo en que aquellos procesos, mediaciones y prácticas van afectando a las identidades y subjetividades de los miembros de la pareja.

            Lo que subyace a ambos conjuntos de explicaciones es lo que hemos denominado la perspectiva hegemónica en torno a la violencia de género y, más en concreto, a su expresión en las parejas heterosexuales. De ella, al tiempo que extraemos lo que con­sideramos sus principales e innegables aportaciones, nos distanciamos críticamente. Así, las aportaciones que supuso enunciar y denunciar unas determinadas relaciones de dominación no son una herramienta analítica suficiente, y mucho menos para todo tiempo y lugar, pudiendo llegar incluso a dificultar la posibilidad de dar cuenta de la complejidad actual de este fenómeno.

            Patriarcado, género y violencia suelen engarzarse en una relación más teórica que aplicada e histórica, según la cual el mantenimiento del sistema de dominación patriarcal conlleva la posibilidad de recurso a la violencia por parte de quienes ocupan las posiciones de dominio tanto para el sostenimiento del sistema como para la reproducción de su posición en él. En esa relación se obvia o minimiza lo que el vínculo afectivo de pareja específicamente comporta, quedando reducido, en el mejor de los casos, a mera circunstancia, a un papel secundario carac­terizado fundamentalmente por su relación con la institución familiar y el reparto de papeles que en ella se produce en función del género.

            Toda la fuerza explicativa recae en la postulada relación instrumental y estructural entre el sistema de dominación de género y la violencia. Así, por un lado, se subraya la vinculación entre los malos tratos y otras expresiones de la violencia de género, como la violación o el acoso; por otro lado, se confunden dominación y violencia, lo que termina por equiparar a ésta con la discriminación o el sexismo. En ese movimiento, auspiciado por la enunciación de un sistema patriarcal excesivamente unitario, totalizante, universal y estático, la relación entre género y violencia queda establecida como singular, esto es, es fundamentalmente una y sólo una, subrayándose las continuidades en el tiempo y el espacio, y simple, esto es, unívoca y esencial, en tanto que argumentada en clave necesariamente funcional o instrumental, lo que, cuando menos, dificulta atender a las dinámicas concretas que se producen hoy y aquí en las parejas heterosexuales, tanto en aquellas con experiencias violentas como en las que no las tienen.

            En nuestra perspectiva, los acentos se desplazan. Por un lado, el análisis del vínculo específico de pareja, y en concreto el de la pareja heterosexual hoy y sus dinámicas, entendidas aquí fundamentalmente en términos de reconocimiento y dependencia, pasa a primer plano; por otro lado, dicho análisis se aborda no desde un abrazo precipitado a conceptos y enfoques que simplifican excesivamente la realidad y tienden a confun­dirse con ella, sino en relación con las experiencias relatadas por personas implicadas en esa violencia específica, ya sea directamente (por haberla sufrido y/o ejercido) o indirectamente (por dedicarse profesionalmente a la intervención en este ámbito).

            En definitiva, hemos concluido que no hay que buscar los ingredientes y meca­nismos que dan razón de los maltratos, tanto en la generalidad de las más amplias estructuras sociales o en el pozo sin fondo de las subjetividades, como en los procesos, mediaciones, discursos y prácticas que son y constituyen relacionalmente tanto a los individuos implicados, cuanto a sus vínculos y a la inserción de todo ello en dinámicas sociales más o menos fluidas. Pero también hemos concluido que no parece que vaya a haber una explicación general de este tipo de violencia, sino más bien explicaciones situadas o ajustadas a las dinámicas socio-históricas concretas, de modo que a lo más que podemos aspirar es a tener claro un conjunto de ingredientes, procesos y dinámi­cas que, dependiendo de la situación histórica, se ensamblarán de maneras distintas, posibilitando la aparición de la violencia en la pareja.

            Así, a tenor de lo visto hasta ese momento, al buscar lo que podrían ser los ingredien­tes inicialmente ineludibles se señalaron los siguientes: las identidades y relaciones de género implicadas, las formas de violencia reconocidas como tales en estos casos y las fuerzas y dinámicas que vinculan a la pareja. Ahora bien, ninguno de ellos preexiste, en tanto que tal, a la vida de pareja ni es independiente de ella, sino que se despliegan y especifican en ella. Por ello hemos optado por centrar la mirada en las dinámicas que rigen la vida en pareja, que constituyen su vínculo, que marcan la evolución de las identidades y relaciones de género, y que dan ocasión, en su quiebra, al maltrato. Ello no quita para que hayamos revisado cada uno de los ingredientes y cómo han sido concebidos, llegando así a algunas conclusiones:

            · Las resonancias y conexiones que se producen entre distintas formas de violencia hacen posible que se entrelacen violencias de muy distintas escalas (de las interna­cionales a las más íntimas) y de diferentes ejes (de clase, étnica, etc.), pero también manifiestan sus complejas y, a veces, contradictorias relaciones con los diferentes siste­mas de dominación, lo cual hace que no sea conveniente mezclar indiscriminadamente violencia con dominación, autoridad o poder.

            · El género, como proceso abierto y estructurante, es una componenda identitaria donde confluyen posiciones sociales, modelos de referencia, disposiciones incorporadas, tomas de posición y prácticas más o menos reflexivas de exposición. Todos y cada uno de sus componentes van siendo transformados en nuestras relaciones, especialmente en las más íntimas como las relaciones de pareja, auténticos escenarios de relaciones de poder, expectativas, deseos y conflictos que pueden resultar, eventualmente, desbordados.

            · Que el género se encarne, esto es, que se ligue a la corporalidad y su materialidad, no le impide transformarse con su propio despliegue, que es siempre relacional, pero sí evidencia su conexión con la sexualidad, con los afectos y con la reproducción de encarnaciones, que son clave en la pervivencia material o simbólica. Esta pervivencia constituye una de las dinámicas más complejas de gestionar igualitariamente en la vida actual de las parejas y resulta clave en las dinámicas que conducen tanto al ejercicio del maltrato como al “aguante”.

            · Aunque se sigue identificando el núcleo del vínculo de pareja con el ideal del amor romántico (amor fusión), en cuanto consideramos su decurso efectivo encontramos que lo que termina articulando lo emocional, lo material (recursos y poder), lo desiderativo y lo imaginario en el vínculo de pareja es una compleja dinámica de (in)dependencias materiales (reproducción en sí mismo/a y en la descendencia) y simbólicas o de recono­cimiento (sentirse deseado/a o valorado/a). Esta dinámica va, además, reconfigurando las relaciones e identidades de género, así como las subjetividades, generando nudos que unas veces son básicamente constructivos (respeto, cariño), otras lo contrario (dependencias no asumidas) y en muchas otras ambas cosas a la vez.

            No obstante, lo que realmente interesa aquí es recordar que la combinación especí­fica de esos ingredientes que actualmente parece dar lugar a la violencia de género es la que se produce cuando, en relación con determinadas circunstancias (como puede ser la incapacidad para gestionar un número creciente de conflictos) y modelos o en­carnaciones de género (que por ejemplo exijan tener el control o estar por encima), esa dinámica de dependencias y reconocimientos se desequilibra, se descompone y con ella se quiebra el marco de sentido o la capacidad de agencia de alguna de las subjeti­vidades implicadas, poniéndose en marcha los procesos, mecanismos y dinámicas que terminan conduciendo a los malos tratos.

            El primer conjunto de estos procesos y dinámicas viene dado por las modificaciones en la situación histórica y en las relaciones e identidades de género que hoy configu­ran un terreno zozobrante que atraviesa nuestras relaciones de pareja, convirtiendo en motivo de disputa lo que antes se daba por sentado. Los procesos de individualización al que las mujeres se incorporan, su acceso a la posición de sujeto, se han traducido, efectivamente, en un modelo de pareja asociativo en el que la erosión del patriarcado tradicional ha impuesto la negociación necesaria entre los miembros; pero, lejos de quedar el conflicto evacuado por arte de magia consensualista o de fe romántica, lo que se produce es la multiplicación y diversificación de sus fuentes.

            La instauración del principio de igualdad, empero, no implica la difuminación del género, sino que las diferencias se rearticulan, resignifican y siguen operando, marcando, por ejemplo, nuestra forma de vivir las relaciones afectivas y de encarar los conflictos de pareja. Se genera así un marco en recomposición en el que convive igualitarismo y tradición y en el que se tiende a experimentar tales conflictos como problemas individuales, lo cual hace que en momentos críticos la propia identidad pueda resultar seriamente afectada.

            Pero que el terreno sea zozobrante y que las identidades, particularmente las mascu­linas, puedan quedar desubicadas no basta para dar cuenta de la violencia en la pareja. Si así fuera quedaría sin explicar por qué en la mayoría de las relaciones no se llega a ella. Los desajustes requieren reajustes, y encararlos de un modo u otro depende en gran medida de los repertorios disponibles, pero también del alcance de los desequilibrios y de sus posibilidades de expresión.

            Si la conflictividad inherente a la pareja asociativa se experimenta en clave individualizada, los fracasos y frustraciones que se deriven de su gestión pueden alcanzar al yo, profundizando su desubicación. Y puede hacerlo tanto para los varones como para las mujeres, aunque sea en dinámicas parcialmente diferentes: ellos, al ver impugnada su posición central, carecer de referentes alternativos a la cuestionada masculinidad tradicional y tener que afrontar una abigarrada mezcla de exigencias y falta de fuentes de reconocimiento; ellas, al interiorizar como fracaso personal la conflictividad de una pareja cuyo bienestar sigue siendo su responsabilidad y fuente de sentido.

            Si los movimientos que producen esa desubicación se experimentan en clave de liberación, incorporación y progreso los costes objetivos y subjetivos de las transformaciones serán más fácilmente asumibles, mientras que desde la posición tradicional de dominio y sus herencias encarnadas queda el malestar que produce la desubicación y la constatación de los problemas que de esos cambios se derivan, siendo la única compensación posible una compensación en clave moral (la justicia, la empatía, etc.).

            Es probable que esa zozobra pueda dar pie en ocasiones a violencia en la pareja; es posible que algunos varones se resistan más o menos conscientemente a los cambios y pretendan restaurar la situación anterior de privilegio, pero no hemos encontrado en nuestras investigaciones ningún caso tan claro. Por el contrario, la mayoría de nuestros entrevistados afirman suscribir el principio de igualdad, parecen conscientes de las complicaciones que la igualdad genera en la práctica y se manifiestan contrarios al uso de la violencia. ¿Qué es, entonces, lo que les conduce a ella?

            El punto de inflexión fundamental está en los desequilibrios en las relaciones de dependencia y reconocimiento que acaban alcanzando a la identidad de manera pro­funda haciéndola quebrar. Esta quiebra impulsa a quien la experimenta a perseguir la restauración de su propio sentido, una persecución que puede llegar a ser compulsivo apremiante, aunque de nuevo lo sea de manera distinta en función del género: desde las posiciones subalternas puede traducirse en lo que hemos denominado un descentra­miento desmesurado de la agencia, esto es, la acción se orienta compulsivamente a un otro del que depende la valoración; desde las posiciones de dominio puede conducir a una búsqueda también compulsiva de restitución que hace visible la vulnerabilidad de la que se pretende escapar. Se trata, pues, de repertorios diferenciados de quiebra que nuevamente pueden gestionarse de maneras diversas: desde la ruptura de la pareja, al inicio de otra relación que en nuevos equilibrios ayude a recuperar el sentido, pasando por la redefinición de la existente con o sin ayuda profesional o por la aparición de la violencia.

            Pero, como vimos, ni siquiera cuando aparece la violencia hay un único recorrido. Son varios los itinerarios posibles que, entremezclados en diferentes momentos vitales y proporciones, hemos encontrado en los implicados en esta violencia de género. Ésta es en algunos casos resultado de la falta de las condiciones de posibilidad del sentido de la situación y de quien la ejerce; en otros casos se vincula a una sobrecarga de sentido conforme a rasgos centrales de la masculinidad hegemónica; hemos visto también cómo en ocasiones la violencia se va alimentando al negar cruelmente la humanidad de la víctima; también hemos mostrado que en ocasiones el recurso a la violencia se justifica apelando a la obediencia a una norma como puede ser el orden familiar, la “naturaleza” de las pasiones o los mandatos de una masculinidad mítica; por último, hemos visto también cómo en ocasiones la quiebra puede ser tan profunda que los desequilibrios se vivan como una lucha sin cuartel en la que ya no hay nada que perder o, más bien, la amenaza es que pueda perderse todo, incluido uno mismo.

            Son recorridos diversos que se entrecruzan; hay conexiones, se puede transitar entre ellos y, a cada paso, cabe también salir de sus sendas y encontrar otras vías de expresión y gestión. Los caminos no son rectos. No estamos ante repertorios unidireccionales cuyo final está escrito, sino ante complejos entramados relacionales y dinámicas procesuales. Tan complejos que no pueden aprehenderse mirando sólo hacia un lado y hay que tener en cuenta que, en cierto sentido, tienen razón las entrevistadas cuando afirman que “es hasta donde te dejas”. Pero el “dejarse” no remite a estructuras de la personalidad, o no necesariamente, al igual que tampoco lo hace en el caso de los varones que ejercen violencia; por el contrario, ha de ponerse en relación con las dinámicas de dependencia y reconocimiento y su vinculación con las relaciones e identidades de género o, más exactamente, con los desequilibrios que en ellas se producen y las pretensiones de restaurarlas.

            Ahora bien, el acento en los procesos, dinámicas y relaciones no implica ni que haya un recorrido único y predeterminado, sin salidas, bifurcaciones o vías de escape, ni olvidar que, en última instancia, el ejercicio concreto de la violencia siempre es la acción de algún agente que es responsable de ella.